adaptación

Weza zungun

La cultura mapuche proporciona una perspectiva única sobre el lenguaje. Ziley Mora, en su libro Zungun, Diccionario Mapuche, explica que en este idioma no existe una palabra específica que denote enfermedad. Esta ausencia no es accidental. Si no se tiene una palabra para enfermedad, la enfermedad en sí misma no puede existir. Hasta hace aproximadamente un siglo, en la Araucanía, las personas no fallecían debido a enfermedades como las conocemos hoy. Las causas de muerte se limitaban a vejez, heridas de guerra o maleficios. Los antiguos mapuche sostenían que los males que afectan a una persona son consecuencia de las palabras que quedan mal puestas en el alma y desvían la mente y sus pensamientos. Weza zungun se traduce como mala palabra que comunica, lo que es una forma de referirse a malas noticias o mensajes desafortunados. Las palabras negativas tienen el potencial de dañar. Por eso, la sabiduría ancestral mapuche enfatizaba la importancia de no hablar de dolencias o males en el día a día. Esta tradición todavía está viva en la Araucanía, donde se aconseja evitar pronunciar malas palabras frente a niños, para no invocar estas realidades en sus mentes vulnerables. En la cosmovisión mapuche, hablar no es simplemente un acto de comunicación; las palabras tienen el poder de convocar realidades. Como destaca Mora:

El lenguaje tiene el poder de enfermar, pero también de sanar, porque somos lenguaje.

El lingüista Daniel Everett, famoso por su trabajo con el pueblo pirahã en el Amazonas, postula que los idiomas son una combinación de sonidos, significados y arreglos secuenciales que se ajustan a las necesidades culturales. En la especie humana, la cultura tiene un impacto más potente en el pensamiento y el comportamiento que la propia biología. Y el lenguaje es esencial en este proceso. Los pirahã son considerados el pueblo más feliz del mundo. Se ríen por cualquier cosa. Se ríen de su mala suerte, por ejemplo, cuando una tormenta destruye sus chozas, o incluso si saben que van a morir. Cuando pescan muchos peces se ríen. Cuando no pescan ninguno se ríen. Se ríen cuando se hartan de comer y cuando tienen hambre. Para Everett la felicidad de los pirahã es cultural y se debe a que no se preocupan por el pasado o el futuro. No hay en su idioma una palabra que signifique preocupación. Sienten que son capaces de hacerse cargo de sus necesidades del presente. Desde niños son autovalentes. No quieren cosas que no pueden proporcionarse por sí mismos. No son materialistas. Valoran poder viajar rápido y ligero. Everett declara:

La evolución nos ha equipado para construir y vivir por la cultura en lugar de simplemente por las neuronas. El cerebro está en un cuerpo en una cultura. La cognición surge de un individuo completo formado a partir de la acción física, la vida cultural y la percepción individual.

Creemos que dominamos una lengua, pero es esa lengua la que nos domina. Cada palabra o gesto no está relacionado con algo exterior a nosotros, sino con nuestro interior. Son nuestras acciones y las emociones que están en su base, las que especifican y dan a nuestras palabras su significado particular. El neurocientífico Mariano Sigman, en su libro El poder de las palabras, explica que cada persona viene “de fábrica” con predisposición a ser más críticas y otras a ser más compasivas en sus narrativas y relatos. Podemos cambiar esa tendencia, pero requiere práctica. Pequeñas mejoras pueden provocar cambios sustanciales.En palabras de Sigman:

Suele pensarse que la gente autocompasiva no mejora, que aquel que no se grita ostensivamente no se exige. Pero vemos que la autocompasión no nos vuelve complacientes. Más bien al contrario: nos ofrece la oportunidad de evaluar con mayor objetividad lo que hacemos.

Kristin Neff, en su artículo Self-Compassion: An Alternative Conceptualization of a Healthy Attitude Toward Oneself, define autocompasión como la capacidad de dejarse afectar y permanecer abierto a nuestro propio sufrimiento, sin evadirlo ni desconectarse de él. Esta habilidad conlleva el deseo genuino de aliviar dicho sufrimiento, tratándonos con amabilidad y consideración. Practicar la autocompasión nos brinda la perspectiva de situar nuestro dolor y errores dentro del marco de la experiencia humana universal. A través de esta visión, evitamos juzgarnos a nosotros mismos y a los demás de manera dura o injusta. Neff enfatiza que la autocompasión nos insta a percibir nuestras vivencias a través del prisma de la experiencia humana compartida, comprendiendo que el sufrimiento, el fracaso y las imperfecciones son aspectos intrínsecos de la humanidad. Todos, sin excepción, merecemos compasión. Neff destaca tres pilares fundamentales de la autocompasión:

  • Conciencia equilibrada: Esta se enfoca en ser conscientes de nuestro sufrimiento y el de otros, sin minimizarlo ni exacerbarlo. Es vital mantener una postura equilibrada, ni evadiendo el dolor ni sumergiéndose excesivamente en él. Una sobreidentificación con el sufrimiento puede llevar a un agotamiento emocional.
  • Humanidad compartida: Nos invita a entender que el sufrimiento es una experiencia común en la humanidad. Al reconocer que todos atravesamos desafíos y enfrentamos dolor, cultivamos un sentido de conexión y comunidad. Esta percepción nos ayuda a evitar el aislamiento y la falsa noción de que nuestras dificultades son inusuales, lo cual puede agravar sentimientos negativos.
  • Amabilidad hacia uno mismo: Es la práctica de tratarnos con el mismo afecto y consideración que le ofreceríamos a un ser querido en circunstancias adversas. Por otro lado, la falta de esta amabilidad a menudo se manifiesta en sentimientos internos de culpa o vergüenza, o incluso en la expresión de ira hacia otros.

Construir una narrativa más sana y compasiva con nosotros mismos demanda revisitar nuestras experiencias y resignificarlas desde una perspectiva más amplia y expansiva. En palabras de Sigman:

Explicar lo que sentimos, o por qué creemos lo que creemos, o por qué hemos tomado tal decisión. Narrarlo con palabras simples, como si se las dirigiésemos a un niño, y, mientras lo contamos, prestar atención a los puntos en nuestro relato que hacen agua. Luego volver a examinarnos para revisar las razones que nos han llevado a sentir una emoción o a tomar una decisión. Intentar, con este ejercicio introspectivo y narrativo, llegar a lugares profundos de nuestros sentimientos.

Simon Marshall y Lesley Paterson en su libro The Brave Athlete, utilizan la metáfora del árbol para describir cuatro relatos fundamentales con que narramos nuestras experiencias:

Primer relato: Autovalía, nuestras raíces profundas. La autovalía refiere a la percepción interna y profunda de uno mismo, no está basada en acciones sino en quienes somos esencialmente: valores, ética y creencias centrales. Esta autovalía está influenciada por cómo se cubrieron nuestras necesidades emocionales y psicológicas durante la infancia. Si, como niños, nuestras necesidades esenciales, como amor y seguridad, no se satisfacen, tendemos a buscar las razones dentro de nosotros mismos, llevando a autocríticas negativas. Estas creencias se arraigan y persisten en la edad adulta, afectando nuestra percepción. Una autovalía saludable nos permite valorarnos independientemente de las circunstancias externas y no basar nuestro valor en comparaciones con otros. Mario Alonso Puig, en su libro Resetea tu Mente, describe este fenómeno:

La imagen distorsionada que ese niño alberga en su inconsciente se ve potenciada por los mensajes que recibe, mensajes que le llevan a percibirse como incompetente o inadecuado. Cuando ese individuo, ya sea niño, adolescente o adulto, se enfrenta a un obstáculo y se siente incapaz, creerá que esa sensación de impotencia es completamente justificada, debido a su percepción de no ser lo suficientemente capaz. Si se siente no amado, asumirá que es natural sentirse así, creyendo que en esencia no es digno de amor.

El respeto propio se basa en la convicción de que tenemos un valor intrínseco y de que cumplimos con determinados estándares éticos.

Segundo relato: Autoestima, el tronco de nuestro árbol. La autoestima se refleja en cómo interpretamos nuestras experiencias, logros y capacidades. Representa juicios emocionales generales sobre nosotros mismos, basados tanto en logros y relaciones tangibles, como imaginarias, fruto de comentarios o percepciones. La filósofa Anna Bortolan, en su obra What lies behind your self-esteem?, argumenta que tendemos a evaluar nuestra autoestima basándonos en criterios externos, especialmente en las opiniones de los demás. Bortolan escribe:

La autoestima es más bien una forma específica de experiencia afectiva que influye profundamente en nuestra vida cognitiva y práctica, estructurando la forma en que pensamos y sentimos sobre nosotros mismos, los demás y el mundo.

La autoestima es una evaluación interna que moldea nuestra percepción personal en relación con el entorno. Esta valoración actúa como la base de nuestras interacciones sociales, cómo percibimos el éxito y el fracaso. Tener una autoestima saludable no es considerarnos superiores a otros, sino poseer una visión equilibrada y positiva de nuestro valor y habilidades.

Tercer relato: Autoconfianza, nuestras diferentes ramas. El término “confianza” proviene del latín fidere. La autoconfianza se refleja en nuestra capacidad de tener fe y seguridad en nuestras habilidades y tiene una perspectiva orientada hacia el futuro. Una persona con autoconfianza se siente preparada para enfrentar desafíos, capitalizar oportunidades, gestionar situaciones complicadas y, si es necesario, asumir responsabilidad cuando las cosas no resultan como se esperaba. Es interesante notar que, así como la autoconfianza puede conducir al éxito, experimentar el éxito también refuerza nuestra confianza. Neel Burton, autor de Heaven and Hell, observa:

La autoconfianza aborda la fe en uno mismo y la capacidad para enfrentar desafíos, resolver problemas y relacionarse exitosamente con el entorno. Es posible tener gran confianza en un ámbito particular y, sin embargo, carecer de una autoestima saludable en general.

Si bien un éxito puede impulsar nuestra confianza en un área específica, no garantiza que nos sintamos igual de seguros en todos los aspectos de la vida. Es posible ser muy competente y confiado en un dominio, pero inseguro en otros.

Cuarto relato: Autoeficacia, los frutos que cosechamos. La autoeficacia refleja las narraciones personales que formulamos acerca de nuestra habilidad para llevar a cabo tareas específicas. No se trata simplemente de nuestras capacidades reales, sino de cómo percibimos esas capacidades. En otras palabras, la autoeficacia se centra más en lo que creemos que podemos hacer que en lo que realmente somos capaces de hacer. Dado que las personas tienen la potencialidad de desempeñarse en innumerables tareas, cada una de estas habilidades puede ser comparada con una rama de un árbol frondoso, y, a menudo, de manera subconsciente, asignamos un valor de autoeficacia a cada una. Mientras algunas ramas del árbol pueden florecer con frutos abundantes, otras pueden permanecer estériles. El teólogo Reinhold Niebuhr escribía en su plegaria:

Dios, concédeme la serenidad para aceptar lo que no puedo cambiar, valor para cambiar las cosas que puedo cambiar y sabiduría para reconocer la diferencia.

Cada cultura posee una perspectiva única para entender y narrar la realidad. Estas narrativas afectan profundamente cómo sus miembros interpretan su propio ser y su entorno. Más allá de ser simplemente un reflejo, el lenguaje actúa como medio para moldear y modificar estas percepciones. Nuestra identidad no solo emerge de la suma de experiencias interpretadas a través de valores culturales, sino fundamentalmente de las historias individuales que hacemos. Somos, en esencia, el resultado de las narraciones que nos contamos a nosotros mismos y las que compartimos con otros. Las palabras poseen una dualidad: pueden herir o pueden sanar y transformar. Al reconocer y resignificar nuestros relatos personales desde una perspectiva más amplia, tenemos la oportunidad de sanar profundas heridas y nos ofrece la oportunidad de crear una fuente de energía para extraer esperanza y entusiasmo en el presente y futuro. Es esencial revisar nuestra autobiografía con consciencia y compasión, seleccionando cuidadosamente buenas palabras. Como señaló Jean-Paul Sartre en su obra San Genet, comediante y mártir:

No somos terrones de arcilla y lo importante no es lo que hacen de nosotros, sino lo que nosotros mismos hacemos de lo que han hecho de nosotros.

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