Ciencia

Dime con quien andas…

¿Cómo aprendimos a atarnos los cordones de los zapatos, a andar en bicicleta?, ¿De dónde vino nuestro sistema de valores, nuestras preferencias musicales, sentido del humor, gustos culinarios, ideas políticas?, ¿Cómo aprendimos a hacer nuestro trabajo?

Es posible que en muchos de estos casos podamos identificar algunas personas que nos enseñaron e influyeron, pero también operó nuestra propia capacidad de imitar. Modelar roles en algunos casos es la única forma en que podemos aprender prácticas y comportamientos complejos. Del mismo modo, que algunos necesitamos ver videos en YouTube, para cocinar un plato de comida aceptable, en muchos otros casos es casi imposible realizar una actividad correctamente sin haber visto a otra persona hacerlo. Solo leer o escuchar las instrucciones en algunos casos es insuficiente.

Las actitudes y comportamientos que imitamos van dando forma a nuestros hábitos y modelan nuestra conducta, creencia y valores sin que nos demos cuenta. Somos inconscientes a la influencia más fuerte de nuestra vida: el comportamiento de quienes nos rodean.

La capacidad de imitar ha permitido a la humanidad evolucionar. La neocorteza, la parte de nuestro cerebro que nos distingue como humanos, es la estructura cerebral que viene menos preprogramada. En los primeros años de vida, absorbemos de nuestros padres y cuidadores particularmente la información que requerimos para adaptarnos a nuestro contexto social y cultural. Luego, durante la adolescencia y juventud ampliamos nuestro círculo social y empezamos a depender, cada vez, más de las amistades. Nos volvemos mucho más permeables e influenciables a los pares.

En el estudio Experimental Effects of Injunctive Norms on Simulated Risky Driving Among Teenage Males, los investigadores observaron en un simulador de conducción vehicular a 66 adolescentes de entre 16 y 18 años, para medir lo arriesgado de sus decisiones. En unos casos conducían solos y en otros lo hacían acompañados por otro adolescente. Los resultados demostraron lo que cualquier padre sabe por intuición: un adolescente de esa edad es mucho más sensato cuando está solo que cuando lo ven sus amigos.

Sin embargo, las investigaciones muestran que el grupo no solo influye negativamente. En la investigación Peer Influence on Prosocial Behavior in Adolescence, se pidió a varios adolescentes que jugaran un juego en el que tenían que elegir entre donar dinero a una buena causa o quedárselo, mientras otros adolescentes los miraban. Los resultados mostraron que, cuando el joven hacía una donación y era aprobado por sus amigos, tendía a hacer más donaciones durante el resto del juego. En cualquier caso, la presión del grupo en los adolescentes es muy significativa y funciona para bien o para mal.

En nuestra infancia, de forma positiva o negativa, nuestros padres y familiares tienen una poderosa influencia sobre nosotros. En la juventud, se hace aún más fuerte la influencia de nuestros amigos y el entorno social. No elegimos a nuestra familia, pero elegimos a nuestros amigos, y a menudo es una forma de expandir nuestra identidad más allá de nuestro ámbito familiar. Consciente o inconscientemente como especie recibimos una intensa presión para adaptarnos a las pautas y expectativas de los grupos en los que estamos inmersos.

En 1996, el neurofisiólogo Giacomo Rizzolatti trabajaba con su equipo de investigadores en la universidad de Parma, en Italia, donde habían colocado electrodos en la corteza cerebral de un mono para estudiar unas neuronas específicas que controlan los movimientos de la mano. Un día, los investigadores observaron que ciertas neuronas del mono se activaban, pese a que no estaba realizando ninguna acción. El mono estaba observando a uno de los científicos llevarse comida a la boca y se activaron en él las mismas neuronas como si se llevara comida a su propia boca. Rizzolatti publicó sus hallazgos, nombrando a estas células neuronas espejo.

Somos seres sociales. Nuestra supervivencia depende de nuestra comprensión de las acciones, intenciones y emociones de los demás. Las neuronas espejo nos permiten comprender la mente de otras personas, no solo a través del razonamiento conceptual sino también a través de la imitación. Sentir, no pensar.

La investigación posterior ha demostrado que, existe una fuerte evidencia que las neuronas espejo están involucradas en los procesos mentales de imitación de movimientos corporales, imaginación, narración y reflexiónSi alguien cuenta una historia, las neuronas espejo del cerebro del narrador y el oyente se sincronizan. Esto hace que el sistema de neuronas espejo sea una capacidad enormemente poderosa para una variedad de contextos relacionales. El neurocientífico Vilayanur Ramachandran comentó:

Las neuronas espejo harán por la psicología lo que el ADN hizo por la biología; proporcionarán un marco unificador y ayudarán a explicar una serie de habilidades mentales que hasta ahora han permanecido misteriosas e inaccesibles para los experimentos.

Cecilia Heyes en su reciente artículo What Happened to Mirror Neurons? afirma que las neuronas espejo juegan un papel central en la empatía. Podemos sentir lo que sienten los demás, reflejar las emociones y el dolor de otros en nuestro propio cerebro. Estamos diseñados estructuralmente para conectarnos, por lo que somos enormemente influenciables a las personas en formas que a menudo no percibimos.

En el estudio The Spread of Obesity in a Large Social Network over 32 Years, se realizó un seguimiento a más de 12.000 participantes durante 30 años. Este estudio concluyó que las personas tienen un 171% más de probabilidades de aumentar de peso si aquellos con quienes interactúan cercanamente también suben de peso. Es como si absorbiéramos por ósmosis las conductas y emociones de quienes nos rodean. Y esto no solo es válido para el aumento de peso.

La palabra influir, deriva del término latino influere, fluir dentro de algo, deslizarse hacia el interior. En sentido figurado refiere a ingresar al interior de una situación, cosa o persona para producir un efecto. La influencia es la capacidad de actuar en alguien o algo produciendo un efecto. De una forma u otra, en cada momento, todo influye en todo, todos influimos en todo y en todos y, al mismo tiempo, estamos constantemente siendo influenciados por todo y por todos. Lo notable es que nuestra biología está diseñada para hacer que esto ocurra inconscientemente, desde incorporar un pegajoso acento extranjero, emocionarnos con una escena dramática o bostezar. El neurocientífico Vittorio Gallese, comenta:

Parece que estamos programados para ver a otras personas como similares a nosotros, en lugar de diferentes. En el fondo, los humanos identificamos a las personas con quienes interactuamos como alguien como nosotros.

George Gurdjieff, enseñaba que los seres humanos estamos sometidos a tres tipos de influencias:

  • Influencias A: que son las que adquirimos desde nuestro nacimiento, a través de las costumbres y tradiciones, creencias y tendencias de la época, el lugar, la familia y la sociedad en la que crecimos y nos desarrollamos. Están impulsadas por la herencia, raza, etnia, familia, y sociedad en general. Las absorbemos a través de la imitación, la educación y la interacción. Son inconscientes.
  • Influencias B: están asociadas a escuelas o ideologías formales. Filosofía, arte, religión, política, ciencia, etc. Las absorbemos al estar en contacto con esas ideologías, resuenan en nosotros y con el tiempo pueden volverse inconscientes y mecánicas.
  • Influencias C: provienen de escuelas de pensamiento, pero en este caso las adoptamos voluntariamente. En forma deliberada y conscientemente decidimos adherir a sus prácticas.

Numerosos proverbios de distintas culturas transmiten la idea que la formación de una persona no es fruto solo de su hogar. Independientemente de los padres biológicos la formación de una persona es fruto de la comunidad en que está inserto. Se atribuye a un proverbio africano la siguiente expresión:

Se necesita toda una aldea para criar a un niño.

Por lo tanto, con todas estas influencias multidimensionales y multimodales conscientes e inconscientes, la respuesta a la pregunta ¿Por qué hacemos lo que hacemos?, al parecer no es tan simple de responder. Wellman y Bartsch en su artículo Young children’s reasoning about beliefs, explican que los seres humanos tenemos una relación estrecha y complementaria entre las creencias y el deseo en la naturaleza de nuestras acciones. Sin embargo, identifican también que existe una brecha entre las ideas que postulamos y las acciones espontáneas que realizamos.

Chris Argyris, profesor emérito de la Escuela de Negocios de Harvard, y Donald Schön, profesor del Instituto de Tecnología de Massachusetts, fueron dos destacados expertos en aprendizaje organizacional. Durante décadas investigaron a miles de participantes de una amplia variedad de organizaciones y culturas, y encontraron evidencia abrumadora que las personas tenemos una discrepancia entre lo que creemos y decimos que motiva nuestras acciones y lo que realmente motiva nuestras acciones. Demostraron que somos esencialmente incoherentes y desarrollaron un marco descriptivo que explica este comportamiento a nivel individual, grupal y organizacional, al que denominaron teorías de acción. En palabras de Argyris:

Es posible que la gente se sorprenda, pero he hallado que todos tenemos una fuerte tendencia a tener pensamientos y acciones incongruentes, y que no somos unos observadores muy efectivos de nuestro propio comportamiento: tendemos a juzgarlo de acuerdo con nuestras intenciones, mientras que juzgamos el comportamiento de los demás por sus resultados.

Según Argyris y Schön, los seres humanos operamos con dos tipos de teorías en nuestra mente cuando actuamos:

  • Teoría en uso: están implícitas en lo que hacemos y gobiernan nuestra conducta. Son estructuras tácitas que contienen suposiciones sobre nosotros mismos, sobre los otros y sobre el entorno. Dan forma a como nos relacionamos y comportamos con los otros actores involucrados en una actividad.
  • Teoría abrazada: surgen cuando hablamos y describimos nuestras acciones a otros y justificamos lo que hacemos. Cuando explicamos con palabras lo que conviene hacer en una determinada circunstancia o lo que pensamos que debería hacerse. Reflejan las ideas o teorías a las cuales adherimos racionalmente.

Cuando se le pregunta a alguna persona por qué actuó de cierta forma en una situación dada, por lo general, responde con su teoría abrazada, pese a que frecuentemente la teoría que efectivamente gobernó su actuar fue su teoría en uso. Según Argyris y Schön, la mayoría de las personas tenemos muy poca conciencia de esta incoherencia. Especialmente cuando nos enfrentamos a desafíos complejos, como en el caso de las interacciones y relaciones humanas.

Cuando hablamos con otros sobre la manera más adecuada para abordar un problema, expresamos nuestras ideas haciendo referencia a nuestras teorías abrazadas, sin embargo, cuando somos nosotros los que estamos inmersos en un problema similar, recurrimos a las reacciones automáticas propias de nuestras teorías en uso. Cuanto más alto es el riesgo, estrés, amenaza o vergüenza, con más fuerza se activan nuestras teorías en uso, que pueden diferir radicalmente del ideal que declaramos en nuestras teorías abrazadas.

Según Argyris y Schön, esta incongruencia es la fuente principal de los problemas relacionales del comportamiento personal, organizacional y social. La eficacia y armonía tanto individual como colectiva es el resultado de incrementar la congruencia entre las teorías en uso y las teorías abrazadas. El desafío entonces es reducir la brecha entre lo que pensamos, sentimos, decimos y hacemos.

Los seres humanos no vemos el mundo como es, vemos el mundo como somos. Lo percibimos a través de ideas, creencias y actitudes que hemos adquirido e imitado de diferentes fuentes e influencias heterogéneas que hacen las veces de filtros sobre lo que vemos y cómo interpretamos nuestra realidad. Algunas de estas ideas y comportamientos están tan profundamente arraigadas en nosotros que ni siquiera somos conscientes de ellas. Las percibimos como obvias y de sentido común, pese a sus contradicciones e incoherencias.

La mayoría de nosotros somos éticamente inconsistentes. Es probable que seamos éticos en algunos dominios y poco éticos en otros. El espíritu se debe examinar a diario. Si queremos cambiar la forma de ser, tenemos que cambiar la forma de hacer y estar.

La sencilla verdad de que el control de nuestra conciencia determina nuestra calidad de vida es tan antigua como la humanidad. El consejo del oráculo de Delfos conócete a ti mismo, resume magistralmente esta sabiduría. La razón por la que encontramos tantas veces repetido este consejo, es que funciona.

Los hallazgos sobre nuestra compleja biología de la imitación, demuestran que, desde nuestra infancia, las relaciones e interacciones que hemos experimentado influencian consciente e inconscientemente el funcionamiento de nuestro cerebro. Somos como esponjas. Un argumento más para estar alertas y ocuparnos de reconocer e identificar patrones de comportamiento e incoherencias y hacer los ajustes necesarios. El método es la reflexión, indagar en los orígenes de nuestras influencias, cuestionar radicalmente paradigmas, cambiar premisas y abrirnos a nuevas opciones. Ortega advertía:

Nuestras convicciones más arraigadas, más indubitables, son las más sospechosas. Ellas constituyen nuestro límite, nuestros confines, nuestra prisión.

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