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La ecuación de la felicidad

Jean de la Bruyère, comentó: “Para el hombre hay tres acontecimientos importantes, el nacimiento, la vida y la muerte; pero no es consciente de nacer, sufre cuando muere y se olvida de vivir.” La búsqueda de la felicidad consiste en ocuparse del entreacto.

Manila 1945. Un niño se sienta en el malecón y mira el mar. La ciudad está destruida y su padre aprovecha para hacerle una foto de espaldas. Año 2011, la hija de aquel niño le toma una foto, de espaldas, sentado en el malecón de la Habana. 15.000 kilómetros y más de 60 años separan a aquel niño de su presente, un hombre al filo de su vejez. Se trata de Luis Eduardo Aute, el recientemente fallecido cantautor, compositor, escritor, poeta, cineasta, escultor… Esta fue la inspiración para “El niño que miraba el mar”:

Cada vez que veo esa fotografía que huye del cliché del álbum familiar, miro a ese niño que hace de vigía oteando el más allá del fin del mar.

Aún resuena en su cabeza el bombardeo de una guerra de dragones sin cuartel, su mirada queda oculta, pero veo lo que ven sus ojos porque yo soy él.

Ese niño ajeno al paso de las horas y que está poniendo en marcha su reloj no es consciente de que incuba el mar de aurora ese mal del animal que ya soy yo.

Frente a él oscuras horas de naufragios acumulan tumbas junto al malecón y sospecha que ese mar es un presagio de que al otro lado espera otro dragón.

Y daría lo vivido por sentarme a su costado para verme en su futuro desde todo mi pasado y mirándole a los ojos preguntarle “enmimismado” si descubre a su verdugo en mis ojos reflejado mientras él me ve mirar a ese niño que miraba el mar.

El genio de Aute, nos habla de la pérdida de inocencia que padecemos al llegar al mundo adulto. De los desengaños en nuestro camino, de nuestras miserias e incongruencias. Un mundo adulto donde imperan leyes oscuras, dentro del cual la única forma de sobrevivir que entendemos es transformarnos en bestias. Aute reflexiona que en una sociedad agresiva y competitiva ya no es una ventaja cooperar sino abusar del más débil. Aprendemos que los demás se van a aprovechar en cualquier momento de nosotros, y que nadie ayuda sin recibir nada a cambio, por lo que debemos desconfiar. Nos encontramos ante una obra íntima que evoca profundas emociones, la inocente mirada de un niño que se frustran con el correr de los años, se transforma en un monstruo, que recién se reconoce muy mayor.

El deseo de felicidad es una característica humana universal, y al encontrarnos en la mitad de la vida, o más tarde, para muchos implica darnos cuenta que hemos sido nosotros mismos los principales causantes de nuestra desgracia e infelicidad, aunque de manera inconsciente. Al mirar en retrospectiva, nos damos cuenta que al no conocernos lo bastante bien, dejamos libres fuerzas que nos atraparon en una telaraña de angustia y miseria.

La felicidad es multifactorial, en ella convergen factores genéticos, temperamento, personalidad, experiencias y circunstancias de vida. Hay personas que de forma natural tienen mayor facilidad para encontrar ese estado de bienestar subjetivo, mientras que otras deben esforzarse, y mucho para alcanzarla.

Una persona puede ser feliz o infeliz a cualquier edad, pero, en términos poblacionales, se ha observado una relación general con la edad que gráficamente se ha denominado la «U» de la felicidad (Is Happiness U-shaped Everywhere? Age and Subjective Well-being in 132 Countries, David G. Blanchflower, Dic, 2019).)

La descripción gráfica de la U hace referencia a que el nivel de bienestar percibido es más alto alrededor de los 20 años, para luego descender entre los 40 y los 50 años. Luego, acorde avanza la edad, los niveles de felicidad vuelven a aumentar. Según los investigadores, la explicación de este fenómeno es que, durante la juventud, las personas se encuentran iniciado su camino, todas son experiencias nuevas, desafíos y proyectos. Luego, en la etapa media de la vida, aproximadamente entre los 40 y 50 años, comienzan a desvanecerse y desaparecer los sueños, expectativas y posibilidades que el futuro prometía cuando jóvenes. En este período surgen cuestionamientos personales en cuanto a la capacidad y los éxitos alcanzados, a los logros obtenidos, a la condición de vida, al real valor del esfuerzo realizado, al balance vital y cuestionamientos filosóficos similares. Avanzando más en edad, los niveles en la percepción de felicidad comienzan a aumentan en la medida en que se valorar otras cosas, tales como la familia, los hijos, los nietos, los amigos, el tiempo, la salud y otras condiciones que resultan de la comprensión de todo aquello que tiene valor real y se lo percibe en este período como consecuencia del aprendizaje, la experiencia y la sabiduría.

A esa altura de la vida, en una curva ascendente, ya no se valora lo que eventualmente se puede conseguir; se valora lo que se tiene. En lugar de buscar lo queremos, buscamos querer lo que tenemos.

El conocimiento de uno mismo y la búsqueda de la felicidad están unidos estrechamente, citando a Marco Aurelio: “Un hombre no debería tener miedo de la muerte. Lo que debería temer es no empezar nunca a vivir”.

Manfed Kets de Vries en La ecuación de la felicidad señala:

“La felicidad consiste en tres cosas: tener a alguien a quien amar, algo que hacer y algo que esperar”. Necesitamos amor y esperanza en nuestras vidas y necesitamos actividad.”

El sabio Lao-Tzu dijo “Un viaje de diez mil kilómetros empieza dando un paso, las cosas más grandes que se han hecho siempre en la vida, se han logrado poco a poco.

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