Amorfati

Amor fati

En 1997, los investigadores William Strauss y Neil Howe anticiparon que antes de 2025 Estados Unidos atravesaría una gran crisis histórica, comparable a la Revolución, la Guerra Civil, la Gran Depresión o la Segunda Guerra Mundial. Basaron este vaticinio en su controvertida teoría generacional, según la cual la historia avanza en ciclos recurrentes de aproximadamente 80 a 90 años que culminan con un periodo crítico. Esta predicción surgió en una época dominada por el optimismo de obras como El fin de la historia (1992) de Francis Fukuyama. No es de extrañar que muchos descartaran la propuesta de Strauss–Howe por considerarla pseudocientífica o incluso “un elaborado horóscopo histórico que nunca resistiría el escrutinio académico”. Sin embargo, actualmente, Estados Unidos debe aceptar que su posición de poder ya no es la misma que tuvo en décadas pasadas. En la actualización de su tesis The Fourth Turning Is Here (2023), Howe comienza declarando que “la vieja república estadounidense se derrumba, y una nueva –aún irreconocible– se construye”. Strauss y Howe proponen que la historia, es una “rueda que gira”, más que una flecha que progresa indefinidamente. Según Howe “la historia… está impulsada por ciclos de generaciones que se repiten. Es casi como las estaciones del año”. Cada ciclo generacional completo abarca el equivalente a una vida humana (aproximadamente 80 a 100 años) y se compone de cuatro “giros” o etapas, por los que transita la sociedad una y otra vez. En su modelo, tras una crisis profunda sigue un renacimiento (primavera), luego un despertar cultural (verano), después un periodo de individualismo y desintegración institucional (otoño), hasta llegar de nuevo a una gran crisis (invierno) que reinicia el ciclo. Los autores, identificaron a lo largo de la historia angloamericana patrones como, entre el ataque a Fort Sumter (1861) y Pearl Harbor (1941) transcurrieron 80 años, y prácticamente otro ciclo completo similar separó la Guerra de Independencia estadounidense de la Guerra Civil.

Esta perspectiva cíclica contrasta con la visión lineal moderna, que concibe el tiempo histórico como un continuo de progreso acumulativo. Para Strauss y Howe la historia no es una línea recta hacia un destino utópico, sino un ciclo en el que épocas de auge y decadencia se alternan indefectiblemente. También rechazan la idea de un devenir totalmente aleatorio o caótico: aunque los eventos específicos no se repiten idénticos, los “humores” sociales y desafíos estructurales sí tienden a reaparecer con nuevas generaciones. Su teoría moderniza nociones antiguas, desde la rueda del karma en Oriente hasta la noción grecolatina de la historia como una serie de edades recurrentes. En sociedades tradicionales con un horizonte temporal cíclico, nadie se sorprende de que el invierno vuelva. Se preparan durante la abundancia para sobrevivir a la escasez. En cambio, nuestra mentalidad lineal contemporánea, que espera crecimiento y progreso constantes, nos hace vulnerables, pues tilda de pesimismo improductivo cualquier preparación para un ciclo negativo. Cómo decía Mark Twain “La historia no se repite, pero rima”, por lo que está en nuestras manos tomar conciencia de esta recurrencia y prepararnos. La reciente cascada de crisis globales sugiere que quizás debamos tomar en serio esta sabiduría estacional.

La idea de que el tiempo es cíclico, que todo retorna una y otra vez, está profundamente arraigada en muchas culturas y religiones antiguas. En el antiguo Egipto, el ciclo anual del Nilo simbolizaba regeneración; en la India védica, las eras cósmicas repiten decadencia y renovación. Los griegos, veían el cosmos como una rueda eterna. Ritos y festividades tradicionales se basan en la repetición de un evento arquetípico: cada año nuevo simboliza la renovación del mundo, cada cumpleaños rememora aquel nacimiento original, etc. El historiador de las religiones Mircea Eliade en El mito del eterno retorno (1949) estudió cómo las civilizaciones premodernas vivían el tiempo sagrado como una repetición de mitos fundacionales, negando así la realidad de un tiempo lineal profano. Con la expansión de las religiones abrahámicas, particularmente el cristianismo, predominó en Occidente una visión lineal del tiempo, desplazando esos antiguos esquemas cíclicos. Sin embargo, el concepto del eterno retorno nunca desapareció del todo. Friedrich Nietzsche lo retomó en el siglo XIX y lo reformuló en términos radicalmente personales. En La gaya ciencia (1882), Nietzsche planteó su célebre experimento mental del “demonio” que nos confronta con una proposición estremecedora: “¿Y si tuvieras que vivir esta misma vida innumerables veces, reviviendo cada dolor y cada alegría una y otra vez, por la eternidad?” Nietzsche, nos invita a imaginar “la carga más pesada”“Esta vida, tal como la vives ahora… deberás volverla a vivir una e innumerables veces más… ¿Querrías que esto fuera así?” La intención de Nietzsche era sacudirnos existencialmente. Nietzsche presenta una posibilidad estremecedora: la repetición exacta de la misma vida. En su experimento mental no hay escape ni progreso posible; nada de volver a nacer con mejor suerte ni tener segundas oportunidades para “enmendar” el pasado, sino la eterna reiteración de lo ya vivido. Como él mismo la llamó, es la idea del “eterno retorno de lo igual”.

Ante la posibilidad de una recurrencia eterna sin cambios, Nietzsche reconoce que la reacción inicial probablemente es de horror y rechazo. Afirma: “La vida misma podría hacerse insoportable con la idea de que hay cosas imposibles de rectificar”. No es casual que la fantasía humana de la segunda oportunidad sea tan seductora, ya que nos alivia pensar que podríamos rehacer decisiones o evitar pérdidas irreparables. En Así habló Zaratustra (1883), Nietzsche observó que nuestro rencor proviene precisamente de la impotencia de la voluntad frente al “así fue” del tiempo, la incapacidad de cambiar el pasado engendra resentimiento y deseos de venganza. El eterno retorno confronta esa herida: nos obliga a encarar la posibilidad de aceptar plenamente que todo lo vivido, bueno y malo, es irrevocable y se repetirá por siempre.

James Leigh en su artículo Nietzsche’s Eternal Recurrence: A Metaphor for Embracing Life (2025), afirma que la lección última que Nietzsche pretende extraer de esta idea extrema es la del “amor fati”, el amor al destino. Es decir, una afirmación incondicional de la vida tal cual es. “La lección del eterno retorno de Nietzsche es el poder de la aceptación”. Aceptar todo nuestro destino, no solo nuestros momentos de dicha, sino también los aspectos más trágicos de nuestra existencia. En una de sus notas póstumas, La voluntad de poder, (1888), profundizó esta posición. Si somos capaces de decir “sí” al menos a un instante de nuestra vida, con ello hemos dicho “sí” a la totalidad de nuestra existencia. Pues “si nuestra alma ha vibrado de felicidad, aunque sea una vez, entonces toda la eternidad fue necesaria para producir ese único acontecimiento; y en ese único momento de afirmación, toda la eternidad fue justificada y bendecida”. Un solo momento de plenitud puede redimir el conjunto de toda nuestra vida, porque implica que reconocemos y aceptamos todas las causas y efectos que nos llevaron allí. Ese “sí” rotundo a la vida equivale a mirar nuestro pasado, con todas sus luces y sombras, y declarar que lo volveríamos a vivir, innumerables veces. Amor fati es, entonces, la respuesta afirmativa al eterno retorno. Amar nuestro destino al punto de no desear cambiar nada de él. Nietzsche estaba consciente que alcanzar semejante amor a la vida es extraordinariamente difícil. Requiere, tal vez, haber vivido una vida privilegiada o encontrar un sentido que trascienda el sufrimiento. Para muchos, sugerir siquiera que deberían querer repetir sus tragedias, pérdidas o fracasos resulta una idea cruel, “una tortura o incluso un insulto”. ¿Cómo aprender a aceptar nuestro pasado? ¿De qué manera reconciliarnos con aquello que más quisiéramos cambiar?

Darío Sztajnszrajber en Filosofía a Martillazos (2019), señala que cuando las propuestas de la ciencia, la filosofía, o la religión “no alcanzan”, el arte puede ayudar. En efecto, las ideas pueden volverse más comprensibles, y llevaderas, al ser narradas en historias. Un ejemplo notable es la película El día de la marmota (1993, dirigida por Harold Ramis). Una comedia romántica hollywoodense. Sin embargo, con el tiempo, la película ha crecido en estima ya que proporciona un tratamiento deslumbrante del concepto del eterno retorno. En ella, el protagonista (Bill Murray) queda atrapado en un bucle temporal viviendo el mismo día repetidamente. A diferencia del eterno retorno de Nietzsche, el ciclo del día de la marmota sí le ofrece al personaje la oportunidad de transformarse. Al revivir una y otra vez su rutinario día, descubre que el cambio necesario es “su propio cambio”. La premisa, en el fondo, explora una pregunta similar a la de Nietzsche, pero con más esperanza. Si estamos condenados a repetir nuestras experiencias vitales ¿Podemos aprovecharlas para mejorar? Matt Bennett, en su artículo Groundhog Day vs Nietzsche: Reliving Your Life (2022), escribe:

El Día de la Marmota presenta la idea de la recurrencia como un desafío al cambio. La recurrencia del mismo día es una forma de demostrar que, aunque el mundo que nos rodea siga igual, al cambiar nuestra perspectiva y nuestras acciones, podemos infundir sentido a una vida sin consecuencias. Repetir el mismo día no tiene por qué llevar a la desesperación, sino que puede ser una oportunidad de crecimiento y redención.

Julia Cameron en su libro The Artist’s Way (1992), refuerza esta idea. Afirma que, aunque la mayoría de nosotros desearía tener una vida más plena y creativa, nuestras existencias nos parecen planas, repetitivas y con sueños difusos. Cameron, propone una visión de la vida que recuerda a una espiral más que a una línea recta o un ciclo:

Le darás vueltas a algunos temas una y otra vez, pero en cada una de esas vueltas te encontrarás en otro nivel. Nunca está todo hecho en una vida creativa. Existen frustraciones y recompensas en todos los niveles del camino. Nuestro objetivo es encontrar un sendero, definir el ritmo e iniciar el ascenso.

Concebir nuestro camino vital como una espiral ascendente, y no como un simple progreso lineal o un círculo vicioso, nos da permiso para crecer sin exigirnos perfección inmediata. Esta perspectiva reconoce que podemos vivir nuevamente circunstancias similares, pero abordarlas con mayor conciencia. La conciencia es lo que nos distingue como seres humanos y nos permite cuestionar nuestros actos y decisiones, especialmente en situaciones difíciles. La conciencia es como una luz interior que ilumina nuestras acciones, obligándonos a evaluar constantemente lo que hacemos y por qué lo hacemos. Del mismo modo, aplicar una conciencia cíclica a nivel colectivo puede ser saludable. Strauss y Howe señalan que, en la antigüedad, las comunidades se preparaban para los inevitables inviernos tanto climáticos como históricos. Hoy, incorporando esa sabiduría, podríamos interpretar las crisis no como anomalías evitables, sino como etapas difíciles pero transitorias dentro de un ciclo mayor. Si asumimos que vendrán épocas de conflicto o recesión, podemos actuar con previsión y resiliencia en lugar de negación. A fin de cuentas, aceptar el eterno retorno, sea en la vida personal, organizaciones o naciones, no implica una rendición pasiva, sino una invitación a aprender de cada recurrencia. Al abrazar nuestro destino con amor fati, podemos intentar influir en cómo se reconstruirá el mundo cuando la rueda gire de nuevo hacia la primavera.

Lejos de ser una curiosidad obsoleta, la noción del eterno retorno y los ciclos generacionales ofrece valiosas claves para reflexionar sobre nuestro tiempo. La predicción de Strauss–Howe de una gran crisis alrededor de 2025 puede debatirse, pero nos recuerda que las sociedades han enfrentado inviernos históricos antes y probablemente lo harán de nuevo. Nietzsche, por su parte, nos confronta con el aspecto más íntimo y personal de este patrón. La necesidad de hacer las paces con lo repetitivo de nuestra vida. Ambos enfoques, el histórico y el existencial, convergen en la idea que cada final prepara un comienzo, y en la repetición podemos encontrar el sentido y los recursos si somos conscientes. En In Search of the Miraculous (1949) P. D. Ouspensky le preguntó a Gurdjieff sobre el eterno retorno, quién respondió:

¿De qué sirve que un hombre sepa acerca de la recurrencia si no es consciente de ello y si él mismo no cambia?

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