
El error de Víctor
En Frankenstein; o el moderno Prometeo (1818), Mary Shelley narró la hazaña de Víctor Frankenstein, un joven científico que descubre el secreto para impartir vida a la materia inerte y, enceguecido por la ambición, ensambla un ser humano pieza por pieza a partir de restos de cadáveres. Shelley se formó con dos pilares del pensamiento británico. Su padre William Godwin, filósofo político abogaba por la perfectibilidad humana a través de la razón, y su madre Mary Wollstonecraft fue pionera del feminismo. Este entorno la impregnó de ideas sobre la responsabilidad social, la educación y la naturaleza humana. Su relación con Percy Bysshe Shelley, poeta entusiasta de la ciencia y las ideas revolucionarias, la expuso directamente a debates científicos de vanguardia. A principios del siglo XIX, la pregunta por la vida estaba dividida entre ‘vitalistas’ que postulaban la existencia de un ‘principio vital’ inmaterial y divino que organizaba la materia; y ‘mecanicistas’ quienes argumentaban que la vida emergía únicamente de la organización física y química de la materia, sin necesidad de un soplo sobrenatural. Shelley estaba profundamente interesada en las nuevas técnicas que surgían de los experimentos de Luigi Galvani y las macabras demostraciones públicas en que aplicaban corriente eléctrica a cadáveres causando espasmos grotescos. La novela de Shelley es una metáfora profética sobre la intersección entre la ciencia, la tecnología, la arrogancia humana y la ambición que caracteriza nuestro presente. Shelley subtituló su obra ‘el moderno Prometeo’, ya que al igual que el titán que robó el fuego divino para entregarlo a la humanidad, Víctor Frankenstein desafía límites, otorgando a la humanidad un poder creador casi divino y enfrenta las consecuencias de ese acto.
Víctor, en su obsesión científica, no se hizo responsable del ser que creó. Horrorizado por el resultado de su experimento, abandona a su ‘criatura’ a su suerte. El monstruo, sensible e inteligente, sufre rechazo y soledad; su desdicha y furia terminan por desencadenar tragedias. Richard King, en Here Be Monsters (2023), plantea que el pecado de Víctor no fue crear vida per se, sino hacerlo irresponsablemente, descuidando aquello que hace a un ser verdaderamente humano; como la participación en una comunidad que, a pesar de sus injusticias y distorsiones, ofrece la posibilidad de aceptación, compañerismo, comprensión y amor. Víctor es un hombre cuyas tendencias analíticas lo llevan a adoptar una visión mecanicista y reduccionista de la humanidad. No es un científico loco, sino un arrogante miope. El resultado es un ‘monstruo’ no previsto en sus cálculos. En pleno siglo XXI, la ciencia y la tecnología avanzan a un ritmo exponencial, y seguimos ‘jugando a ser dioses’, reconfigurando la vida y la naturaleza a voluntad bajo la promesa de progreso. Shelley advertía que conocimiento sin sabiduría es peligroso. Planteaba las preguntas que hoy asociamos con la bioética y la tecnología: ¿Hasta dónde debe llegar el poder científico? ¿Qué responsabilidad tiene un creador sobre su creación?
Stephen Asma, profesor de filosofía en el Columbia College de Chicago, en On Monsters An Unnatural History of Our Worst Fears (2009) escribe: ‘Nuestra generación es como el Dr. Frankenstein de pie sobre una mesa llena de extremidades y órganos, solo que nosotros también estamos sobre la mesa’. Asma propone que, en cierta medida, todos sufrimos el delirio de Víctor, porque se nos anima a ver la naturaleza en términos mecanicistas, como algo que podemos doblegar a nuestra voluntad, incluso a riesgo de deformarla. La reciente adaptación cinematográfica de Frankenstein dirigida por Guillermo del Toro (2025) transforma el relato en una historia profundamente humana sobre padres e hijos, dolor y necesidad de perdón. En una entrevista con Esquire, del Toro, afirma que su versión enfatiza que ‘no se trata de monstruos, sino de lo que nos hace humanos’. En su película, Víctor Frankenstein se convierte en un espejo de nuestra época. Del Toro lo caracteriza como altamente inteligente pero emocionalmente ciego, alguien capaz de deslumbrar con su ingenio, pero falto de empatía. En Business Insider, del Toro señaló que el Víctor Frankenstein de 1818, se parece a los audaces emprendedores tecnológicos actuales y a los científicos deslumbrados por las posibilidades de la IA y la biotecnología, que se apresuran a “crear algo sin considerar las consecuencias […] Quería que la arrogancia de Víctor fuese similar a la de los ‘tech bros’, ciegos ante lo que están desatando”. El mito de Frankenstein aplica a la IA, la biología sintética, la robótica y otras tecnologías disruptivas. De hecho, del Toro advierte que el peligro actual no es la ‘inteligencia artificial’ sino la ‘estupidez natural’ humana, esa imprudencia que nos hace liberar nuestras capacidades sin la debida reflexión ética. Mustafa Suleyman en The Coming Wave (2023), escribe:
Por un lado, los beneficios potenciales de estas tecnologías son vastos y profundos […] Pero, por otro lado, los peligros potenciales de estas tecnologías son igualmente vastos y profundos.
Todos compartimos esa soberbia de creadores, Frankenstein nos impele a preguntarnos: ¿estamos considerando las consecuencias de nuestras acciones y nuestras obligaciones morales? ¿O repetimos el error de Víctor, fascinados por el logro, pero ciegos al costo humano? Dos siglos después de Shelley, la ficción se acerca a la realidad. Si Frankenstein imaginaba un ser construido con restos humanos y animado por electricidad, hoy laboratorios de vanguardia están literalmente creando formas de vida inéditas a partir de células vivas y diseños computacionales. La investigación liderada por Michael Levin y sus colaboradores en la Universidad de Tufts, Harvard y Vermont representa un cambio de paradigma en la bioingeniería y en nuestra comprensión de la vida. Su trabajo trasciende las disciplinas tradicionales, fusionando biología del desarrollo, informática y robótica para explorar la pregunta: ¿Qué son capaces de construir las células más allá de sus programas genéticos?
La respuesta está surgiendo con la vida sintética basada en células vivas ensambladas en estructuras funcionales que nunca han existido en la naturaleza. En 2020, el equipo de Levin creó los primeros robots vivos, que denominaron xenobots. Fueron construidos a partir de células extraídas de embriones de la rana africana Xenopus laevis (de ahí el nombre). En el artículo “Synthetic living machines” (2021), Levin, explica que primeramente con un algoritmo de IA probaron miles de millones de configuraciones celulares potenciales para lograr que estas ‘creaciones’ se desplazaran. Luego, utilizando herramientas microscópicas, esculpieron células de rana, ensamblando células pasivas de la piel y células del músculo cardíaco según las formas diseñadas por el algoritmo. Estos ‘biobots’ de apenas un milímetro de diámetro mostraron comportamientos sorprendentes. Podían moverse linealmente o en círculos, impulsados por las contracciones coordinadas de las células cardíacas. Se observó acción colectiva de grupos empujando pellets en montones. Cuando se cortaban casi por la mitad, se autoreparaban y seguían funcionando. En 2021, los investigadores descubrieron una forma novedosa de reproducción biológica. Los xenobots diseñados por IA con forma de Pac-Man podían nadar, reunir células sueltas de rana en sus ‘bocas’ y ensamblarlas en copias funcionales de otros xenobots a lo largo de varias generaciones. Llamaron a esta forma de reproducción ‘cinemática’, la que nunca se había observado a escala celular o de organismos completos. Esta investigación demostró que las células, fuera de su contexto y guiadas por diseño informático y bioelectricidad, podían colaborar para formar ‘máquinas vivas’ funcionales y novedosas. La vida media de los xenobots es de una semana. Sin embargo, quedaba una pregunta: ¿Estas capacidades son únicas de las células embrionarias de anfibios altamente plásticos?
La respuesta, fue experimentar con células humanas vivas. El equipo de Levin seleccionó células de la tráquea. Estas células poseen naturalmente proyecciones similares a vellos llamados cilios, capaces de moverse coordinadamente para desplazar el moco en las vías respiratorias. En el artículo “Motile Living Biobots Self-Construct from Adult Human Somatic Progenitor Seed Cells” (2023), Levin explica que desarrollaron condiciones que permitían que las células se autoensamblaran. Se cultivó una sola célula progenitora en una matriz de gel hasta formar un organoide esférico. En pocos días, estos organoides utilizaron sus cilios para moverse al unísono, actuando como remos para impulsar a los anthrobots a través del líquido. A diferencia de los xenobots diseñados manualmente, los anthrobots se autoorganizan en clases morfológicas y conductuales distintas (por ejemplo, moviéndose en líneas rectas o círculos). El descubrimiento más significativo fue una función terapéutica. Cuando un grupo de anthrobots fue colocado sobre una capa de neuronas humanas que habían sido ‘heridas’ por un corte, los anthrobots estimularon a las neuronas para que se repararan. Un estudio de 2025 encontró que la formación de un anthrobot desencadena en la célula humana un cambio masivo en su expresión génica en comparación con las células traqueales originales. Las células ‘convertidas’ en anthrobots activaron genes antiguos evolutivamente implicados en su patrón embrionario. Lo más llamativo es que este nuevo ‘estilo de vida’ provoca una reducción de la edad epigenética de la célula en aproximadamente un 25%. Los anthrobots son capaces de autorreparación y su vida útil es de 45 a 60 días.
El programa de investigación de Levin explora cuestiones profundas de biología y cognición. Una de sus hipótesis centrales es que la biología opera sobre un código genético (hardware) pero también sobre un código morfogenético (software). Este ‘software’ define cómo las células se comunican y cooperan para construir estructuras anatómicas específicas. La evolución ha producido un conjunto de resultados anatómicos visibles (por ejemplo, ranas, perros, humanos), pero esto representa solo una pequeña fracción de las formas posibles que las células pueden construir. La investigación de Levin explora este espacio latente de posibles anatomías. Estos experimentos aportan pruebas contundentes de que las células no son simples componentes, sino constructores plásticos con agencia. Este trabajo ofrece un camino revolucionario para la medicina regenerativa personalizada, pero también redefine los límites entre organismos y máquinas. ¿Qué define a un organismo como ‘vivo’ o ‘artificial’? Un biobot ¿es un organismo vivo o un simple artefacto? ¿Qué pasa si un anthrobot evoluciona en un entorno no controlado, replicándose más allá de su diseño terapéutico? En su artículo “Ingressing Minds” (2025), Levin reflexiona:
Así como los biobots, nos muestran patrones que no hemos visto antes en seres evolucionados, las IA podrían estar derribando patrones de pensamiento que nunca se habían encarnado en este planeta (o posiblemente en el universo). Ahora estamos pescando en regiones del espacio platónico que nunca habíamos explorado antes, lo que implica cierto grado de precaución no solo con aspectos prácticos (qué nos hará eso) sino también en términos éticos.
Levin, consciente de las sombras ‘frankesteinianas’ de su trabajo, ha abordado explícitamente estos temas en su charla “Ethics and the New Biology” (2025), donde aboga por una ‘sintbiosis’ mutuamente beneficiosa con estos nuevos seres sintéticos. En una entrevista con Lex Fridman en diciembre de 2025, reflexionó: “Estamos creando seres que nunca han existido antes, con capacidades que van más allá de lo que hacen en el cuerpo. La pregunta no es si son ‘monstruos’, sino ¿Qué obligaciones morales tenemos como creadores?”. Críticos como el filósofo Matthew Segall en su artículo “Mind in the Making” (2025), elogia cómo Levin generaliza la mente y la agencia a escalas celulares, unificando lo ‘muerto’ (física y química) con lo moral. Pero advierte que esto exige una bioética que reconozca la ‘inteligencia primitiva’ de estas entidades, para así evitar el rechazo solitario que condenó al monstruo de Shelley. Estos biobots, fascinantes por su potencial curativo, nos obligan a preguntarnos si estamos repitiendo el error de Víctor. El simple hecho de que hayamos descubierto una forma de vida capaz de reproducirse de un modo no natural enciende alertas y exige prudencia. ¿Existe riesgo de que se descontrolen y proliferen? ¿Podrían ser utilizadas como armas biológicas? Los propios investigadores reconocen esas preocupaciones. ‘Tenemos el imperativo moral de comprender en qué condiciones podemos controlar, dirigir, apagar o amplificar’ estos organismos. La narrativa de Frankenstein aquí sirve de advertencia. Víctor nunca imaginó que su criatura superaría sus planes. Análogamente, estos nuevos seres nos recuerdan que la vida, una vez desatada en nuevas configuraciones, podría tomar caminos imprevistos. La frase ‘La vida, encuentra su camino’ del personaje Ian Malcolm de Jurassic Park cobra aquí un matiz muy real. Víctor Frankenstein rehuyó su responsabilidad, resultando en daño tanto para su creación como para otros; no podemos darnos el lujo de hacer lo mismo. En palabras de Suleyman:
La tecnología es fundamental para determinar cómo se desarrollará el futuro, pero la tecnología no es el objetivo ni lo que está en juego. La tecnología debería amplificar lo mejor de nosotros, abrir nuevos caminos para la creatividad y la cooperación. Debería hacernos más felices y saludables, ser el complemento definitivo del esfuerzo humano y de una vida bien vivida, pero siempre en nuestros términos, decididos democráticamente, debatidos públicamente y con beneficios para todos.