
Bien con mayúscula
A principios de 2025, The Times (Reino Unido) difundió una encuesta a 10.000 personas con un hallazgo sorprendente: los miembros de la Generación Z (18–24 años) tienen la mitad de probabilidades de identificarse como ateos que sus padres de la Generación X (45–54 años) y, a la vez, se declaran con más frecuencia ‘espirituales’. Solo el 13% de los menores de 25 años se definió como ateo (frente a casi 25% en el tramo 45–54), mientras que 62% de los Gen Z dijo verse como ‘muy’ o ‘bastante’ espiritual. Esta encuesta se interpretó como evidencia de un posible ‘aumento’ en la espiritualidad o religiosidad juvenil, atribuido a factores como la inestabilidad geopolítica, la desilusión económica (deuda estudiantil e inestabilidad laboral), la crisis de masculinidad en los jóvenes, el impacto de la inmigración religiosa, el acceso en línea a contenidos espirituales y los efectos de la pandemia de COVID-19, que fomentaron la reflexión existencial. Sin embargo, esta inclinación no supone un regreso a la religión institucional: muchos jóvenes expresan distancia con las iglesias y satisfacen su búsqueda espiritual fuera de los marcos tradicionales, a través de la naturaleza, la meditación o prácticas heterodoxas que proliferan en redes sociales, desde la astrología hasta formas contemporáneas de ‘brujería’. La fe no desaparece: cambia de canales y lenguajes.
Una investigación más amplia, el proyecto Footprints de la Pontificia Universidad de la Santa Cruz (Roma), encuestó a 4.889 jóvenes de 18–29 años en ocho países (Argentina, Brasil, España, Italia, Kenia, México, Filipinas y Reino Unido). El 83% afirmó que su interés por la espiritualidad se mantuvo igual o aumentó en los últimos cinco años; solo el 17% percibió un descenso. De nuevo, esto no equivale a un renacer de la religiosidad organizada: lo dominante es la actitud ‘espiritual pero no religiosa’. La exploración de lo trascendente es individual, flexible y poco jerárquica. Los grandes datos siguen mostrando secularización y declive del cristianismo institucional en varios países de tradición cristiana. En suma, sí hay más interés por lo espiritual en la Generación Z, pero sería prematuro leerlo como un retorno masivo a las iglesias.
¿Qué buscan entonces muchos jóvenes (y no tan jóvenes) de hoy para llevar una vida con sentido? Tras lo que Nietzsche llamó la ‘muerte de Dios’, la necesidad de orientación y propósito persiste. Muchos no vuelven a los credos de sus abuelos y, en cambio, exploran caminos alternativos. El filósofo y biólogo Massimo Pigliucci observa que crece el interés por tradiciones antiguas como el estoicismo, epicureísmo, budismo o confucianismo, en busca de guía práctica para una vida buena. Junto con Skye Cleary y Daniel Kaufman, Pigliucci editó en 2020 How to Live a Good Life: A Guide to Choosing Your Personal Philosophy, volumen que reúne quince ensayos donde distintos autores presentan la filosofía de vida que adoptan. El mapa que ofrece es plural: filosofías antiguas orientales y occidentales, tradiciones religiosas y propuestas modernas. La moraleja: hoy existe una amplia gama de ‘filosofías de vida’ disponibles para quien busca sentido. Pigliucci sostiene que, pese a su diversidad, estos caminos comparten tres componentes:
- Una metafísica (un relato de cómo es el mundo),
- Una ética (principios para vivir con otros), y
- Un conjunto de prácticas que forman el carácter.
Cuando ese relato incluye entidades trascendentes hablamos de religión; si no, de filosofía de vida. La cuestión de fondo no es la etiqueta, sino qué tan buena es nuestra propia filosofía de vida. A continuación, examinamos tres vías que suelen entrelazarse: razón científica, sabiduría práctica y trascendencia.
Razón y ciencia: el camino del humanismo crítico. Este primer camino confía en el pensamiento crítico y la evidencia para comprender el mundo y orientar los valores. Una postura emblemática es el humanismo secular, que promueve una ética centrada en la dignidad humana, los derechos y el progreso, sin apelar a lo sobrenatural. Desde aquí, el sentido de la vida no desciende de una instancia externa: se construye mediante la razón, la experiencia y el acuerdo social. Corrientes como el existencialismo enfatizaron esta libertad responsable. En ausencia de un significado dado, corresponde a cada uno conferir sentido con sus decisiones. En la actualidad, filósofos como Peter Singer o William MacAskill proponen usar datos para maximizar el impacto ético de nuestras acciones. Incluso el neurocientífico Sam Harris, sostiene que la ciencia puede y debe definir objetivamente la moralidad. En The Moral Landscape (2010), Harris propone la metáfora del ‘paisaje moral’ donde las cumbres representan estados de máximo florecimiento (bienestar) y los valles, estados de sufrimiento. Según Harris, las ciencias empíricas podrían guiarnos hacia las cimas de bienestar de ese mapa, identificando qué acciones promueven el florecimiento humano y cuáles producen daño.
Ahora bien, la pretensión de fundar la ética solo en la ciencia enfrenta el clásico reparo de David Hume: no se deduce lógicamente el deber ser del ser sin introducir premisas normativas. La ciencia describe hechos, ofrece evidencia sobre políticas que reducen la pobreza o hábitos que mejoran la salud mental, pero no determina por sí sola por qué debemos valorar la justicia o la libertad. De ahí que el enfoque científico-racional sea necesario, pero no suficiente para responder a las preguntas últimas sobre el sentido de la vida. El filósofo Julian Baggini, en What’s It All About? (2005), sostiene que no existe un significado único impuesto a la vida: cada persona descubre o crea el suyo, nutriéndose de múltiples fuentes como ayudar a otros, contribuir al conocimiento, cultivar la amistad, crear belleza, disfrutar del presente. Este espíritu define la vía racional: escepticismo saludable, apertura mental y responsabilidad por forjar el propio significado a la luz de los hechos y la deliberación pública.
Sabiduría práctica: la filosofía como arte de vivir. Frente al énfasis moderno en la ciencia y la tecnología, las tradiciones de sabiduría occidentales y orientales recuerdan que una filosofía de vida se encarna en prácticas transformadoras. La historiadora de las religiones Karen Armstrong, en The Case for God (2009), subraya que la religión fue, en su origen, algo que se hace: un conjunto de disciplinas para vivir creativa y serenamente frente a lo inexplicable (mortalidad, sufrimiento, injusticia). La ciencia puede explicar, pero no disipa por sí sola el miedo o la desolación. Escribe Armstrong:
La racionalidad científica puede explicarnos por qué padecemos cáncer e incluso curarnos; pero no alivia el terror, la desilusión y el dolor que acompañan al diagnóstico, ni nos ayuda a morir con dignidad.
El filósofo Pierre Hadot en ¿Qué es la filosofía antigua? (2002) mostró que, en la antigüedad grecorromana, la filosofía se concebía como ejercicios espirituales: una terapéutica del alma para cultivar virtud y tranquilidad. Con esa visión surgieron escuelas como el estoicismo, el epicureísmo o la ética aristotélica, y en Oriente, tradiciones como el confucianismo, el budismo o el taoísmo. Todas articulan principios y hábitos: meditación, examinación de juicios, práctica de la templanza, servicio a los demás. El estoicismo, por ejemplo, ha experimentado un notable resurgimiento en los últimos tiempos. Este renacer se debe, en gran medida, a su énfasis en distinguir entre lo que está bajo nuestro control (como nuestros juicios, carácter y acciones) y lo que no, así como a la eficacia de sus ejercicios cotidianos: la atención a la impermanencia de las cosas, la premeditación de la adversidad y la revisión diaria de los actos realizados. En Oriente, el confucianismo enfatiza la virtud en comunidad. Confucio enseñaba la importancia de las relaciones familiares, el respeto y la benevolencia, e inculcó la llamada Regla de Oro de la reciprocidad. A un discípulo que le pidió una máxima para toda la vida, le respondió: ‘no hagas a los demás lo que no quieres que te hagan a ti’. Insistió además en que esa empatía debía ejercerse ‘todo el día, todos los días’, hasta integrarla en nuestro carácter. De modo similar, el budismo prioriza la meditación y la compasión hacia todos los seres como vía para liberarse del sufrimiento; el hinduismo exalta la no-violencia y la devoción; y las escuelas de yoga proponen un camino de autodominio físico-mental y contemplación. En todas estas tradiciones, se trata de un trabajo diario sobre uno mismo: hábitos, ejercicios y reflexiones que transforman gradualmente al practicante. La sabiduría práctica nos recuerda que una filosofía de vida no se reduce a conceptos, sino que es un arte que se ejerce. La verdad profunda es performativa: se manifiesta en el hacer y en el ser. Armstrong escribe:
La auténtica sabiduría espiritual es un tipo de conocimiento práctico. Como nadar, no podemos aprenderla en abstracto; debemos zambullirnos en la piscina y adquirir la destreza con práctica dedicada.
Trascendencia: abrirse a ‘algo más grande’. La tercera vía apunta a conectarse con realidades que exceden el yo y lo material. Las religiones ofrecieron históricamente rutas hacia esa experiencia (Dios, el Dharma, la armonía cósmica) y proporcionaron rituales, narrativas y comunidad. Sin embargo, muchas personas hoy buscan una espiritualidad personal sin dogmas rígidos: contemplación de la naturaleza, arte, compromiso con causas nobles, prácticas contemplativas laicas. Baggini distingue dos sentidos de trascendencia:
- Objetivo, propio de las religiones (Dios, alma, cielo), y
- Subjetivo, accesible a creyentes y no creyentes: vivencias de asombro, unidad y elevación que nos sacan del egocentrismo, en el amor, el servicio, la belleza, la investigación desinteresada.
Baggini reconoce que ciertos ’bienes espirituales’ como el consuelo ante la muerte y el sentido de comunidad, suelen ser más accesibles dentro de religiones organizadas. Las religiones proveen rituales, narrativas y apoyos colectivos que facilitan esas experiencias de trascendencia y significado compartido. Sin embargo, insiste en que muchos aspectos de la llamada vida espiritual son accesibles a ateos y agnósticos: el asombro ante la naturaleza, la búsqueda desinteresada del conocimiento, la entrega a los demás, la apreciación de la belleza, la práctica de la meditación, son caminos de trascendencia al alcance de cualquiera. En última instancia, la vía de la trascendencia ya sea en forma religiosa o secular, implica siempre reconocer que la vida buena no se agota en uno mismo: se realiza plenamente al vincularse con lo Otro, sea la Divinidad, la Humanidad, la Naturaleza o ideales que nos trascienden.
De hecho, la filósofa y novelista Iris Murdoch exploró esta trascendencia secular. No creyente en un Dios personal, propuso recuperar un horizonte espiritual sin reintroducir el teísmo. Contra el relativismo y el nihilismo, reivindicó el Bien con mayúscula, como centro de la realidad moral. En Metaphysics as a Guide to Morals (1992), escribió que ‘el Bien es la realidad de la que Dios era símbolo’. Para Murdoch, el Bien no es un ser sobrenatural, sino una orientación que nos convoca a la humildad, la atención amorosa al otro y la búsqueda incesante de perfección moral. Así, Murdoch reintrodujo en la ética secular la idea de reverencia: hay algo en el otro y en el acto correcto que merece respeto casi sagrado. En forma similar, el teólogo Paul Tillich en Dynamics of Faith (1957) definió la fe como la ‘preocupación última’. Tener fe, decía, no es simplemente creer doctrinas, sino comprometer la propia existencia en torno a algo que se convierte en lo más importante, en el valor supremo por el que uno estaría dispuesto a entregarse por completo. Todos tenemos alguna preocupación última, sea religiosa o secular, pero solo las que se orientan a valores supremos (Verdad, Justicia, Amor) otorgan plenitud. La trascendencia, entonces, puede vivirse como adhesión total a un valor que nos saca de nosotros mismos y nos vincula con lo Otro: la Humanidad, la Naturaleza, lo Eterno.
Conclusión: elegir con conciencia e integrar sin dogmas. Los tres caminos: razón científica, sabiduría práctica y trascendencia, no son excluyentes. Pueden integrarse en una vida que combine:
- Pensamiento crítico para evitar fanatismos y orientar creencias por evidencia;
- Disciplina ética con prácticas que forjan el carácter y nos sostienen en momentos de crisis;
- Apertura a lo que nos trasciende, religiosa o secularmente, para hallar propósito y humildad.
Vivir bien es una tarea activa. No podemos delegarla en la tradición, la ciencia o la moda espiritual. Nos corresponde deliberar, autoconocernos y comprometernos con un camino personal de sentido, aprendiendo de la sabiduría acumulada y aterrizándola en hábitos diarios. En un mundo complejo y sin certezas absolutas, quizá la mejor apuesta sea combinar lo mejor de estos enfoques y perseverar en una búsqueda honesta. Como advirtió el místico sufí Ibn Arabi en el siglo XIII:
No te apegues exclusivamente a una creencia en particular, de modo que desprecies las demás; de lo contrario, perderás mucho bien, e incluso no reconocerás la verdadera verdad del asunto.
En este espíritu de amplitud y humildad, podemos honrar la diversidad de caminos hacia una vida buena, sin fanatismos ni estrechez de miras, aprendiendo de todas las tradiciones y experiencias humanas. Porque quizás el Bien con mayúscula, esa luz que trasciende nuestras pequeñas verdades, nos convoque a componer una vida como obra inacabada hecha de conocimiento, virtud y trascendencia.