
La plaga del siglo XXI
Amos Oz, el novelista y ensayista israelí, advirtió que el fanatismo representa ‘la plaga del siglo XXI’. Para Oz, la diferencia entre idealismo y fanatismo radica en pasar de la devoción a la obsesión, donde los fines justifican cualquier medio. El fanatismo es la adhesión ciega, apasionada e irracional a una creencia, causa o grupo, un rasgo humano universal que puede envenenarnos. En un mundo marcado por la polarización, el fanatismo se erige como una fuerza destructiva que trasciende fronteras, culturas y ámbitos de la vida. Desde su experiencia en la Jerusalén de posguerra, Oz lo describe como una antigua enfermedad que convierte a los oponentes en enemigos irreconciliables, dignos de exterminio. En Queridos fanáticos (2018), Oz enfatizó la urgente necesidad de comprender el doble impacto del fanatismo: el individual, que radicaliza personas, y el colectivo, que erosiona democracias y comunidades. Escribió que es muy distinto ‘perseguir a una banda de fanáticos armados’ que ‘luchar contra el propio fanatismo’, señalando que esta plaga empieza ‘en casa’ y hay que contenerla ‘imaginando el mundo interior del otro y preguntándonos: ¿Y si yo fuese ella, él o ellos?’. Oz definía la esencia del fanatismo como ‘el deseo de obligar a los demás a cambiar’, una imposición que ignora el diálogo, la empatía y los límites éticos.
Esta advertencia cobra especial relevancia en la contingencia mundial de 2025. El pasado 10 de septiembre, el activista conservador Charlie Kirk (31 años) fue asesinado de un disparo mientras hablaba en la Universidad del Valle de Utah. Inmediatamente, las redes se llenaron de reacciones viscerales: desde mensajes celebratorios de algunos sectores de izquierda (‘Un nazi menos’) hasta llamados a la revancha en la extrema derecha (‘Venganza ahora’). Este episodio ilustra cómo el fanatismo político actual no solo incita la violencia directa, sino que normaliza el odio en el discurso público. Así, fanáticos de todo tipo y de todo signo perpetran o justifican agresiones no solo contra ‘infieles’ o minorías religiosas, sino también contra rivales o colectivos vulnerables. El fanatismo se alimenta de la incertidumbre global, de las crisis económicas y del amplificador de las redes sociales. Como señaló Oz, es un elemento intrínseco a la naturaleza humana y, por tanto, no podemos ‘curarlo’ de raíz, pero sí contenerlo. En este ensayo exploraremos las manifestaciones contemporáneas del fanatismo en diversos ámbitos, profundizando en sus causas psicológicas y sociales, e identificando enfoques para mitigar sus efectos devastadores. Para enriquecer el análisis, incorporaremos perspectivas interdisciplinarias y ejemplos actualizados, reconociendo que el fanatismo no es estático, sino que evoluciona con el contexto histórico.
Rostros del fanatismo: actualmente, el fanatismo se infiltra en la política, la religión, el deporte e incluso en la vida digital. A continuación, examinamos sus manifestaciones más visibles, con ejemplos concretos para ilustrar su impacto:
- Fanatismo político: Se refleja en militancias extremistas, intolerancia partidaria y disposición a romper normas democráticas por una ideología o líder. En muchas democracias se observa un auge de la polarización afectiva, con ciudadanos que odian abiertamente al partido contrario y consideran legítimo casi cualquier medio para derrotarlo. Este fanatismo alimenta la expansión de movimientos populistas y autoritarios en todo el globo, donde devotos seguidores idolatran a líderes ‘salvadores’ y demonizan a los adversarios. Los fanáticos políticos son incapaces de reconocer errores en su bando y justifican violencias, viendo la contienda pública como una guerra existencial donde ellos encarnan la virtud absoluta y sus oponentes una amenaza casi diabólica que debe ser anulada. El asesinato de Charlie Kirk, seguido de reacciones polarizadas en redes, evidencia cómo la batalla política puede concebirse en términos de aniquilación del adversario en lugar de debate.
- Fanatismo religioso: La religión ha inspirado lo mejor y lo peor de la humanidad. Su cara oscura es el fanatismo religioso: la creencia absoluta de poseer la ‘Verdad divina’ y la misión de imponerla a los demás. Hoy seguimos viendo manifestaciones brutales de este fenómeno. El yihadismo de grupos como ISIS (Estado Islámico) es paradigmático: bajo una interpretación ultraextremista del islam, reclutan individuos convenciéndolos de que matar y morir en nombre de Dios es no solo aceptable, sino glorioso. De hecho, ISIS y sus afiliados han sido la organización terrorista más letal a nivel mundial en años recientes. Pero el fanatismo religioso no se limita a una fe ni al terrorismo; también se manifiesta en persecuciones e intolerancia sectaria. Por ejemplo, en la India, extremistas hindúes han linchado a musulmanes acusados de matar vacas sagradas; judíos radicales ultraortodoxos han incitado ataques contra mezquitas en Israel; en África Central, milicias cristianas (los anti-balaka) han masacrado comunidades musulmanas, y viceversa. En Occidente, movimientos de ‘nacionalismo cristiano’ propugnan imponer doctrinas religiosas en la vida pública y muestran hostilidad hacia quienes no comparten su credo. En todos estos casos hallamos elementos comunes: ceguera y dogmas sacralizados que no admiten crítica, odio visceral al diferente y disposición a violar valores éticos básicos como ‘No matarás’ en nombre de un supuesto bien superior revelado.
- Fanatismo deportivo: En competiciones de masas como el fútbol, la pasión legítima degenera a veces en fervor violento e irracional. Ultras o barras bravas transforman un partido en una batalla campal; entonan canciones de odio contra el rival; algunos literalmente arriesgan y a veces quitan vidas por los colores de su club. Cuando la rivalidad deportiva se extrema en fanatismo, ha llevado a enfrentamientos sangrientos. Solo en Argentina, desde 1922 hasta hoy, al menos 332 personas han fallecido en circunstancias vinculadas al fútbol, víctimas de esta violencia irracional. Esta ‘pasión’ desviada evidencia cómo el fanatismo nubla el juicio moral: se justifica cualquier agresión porque ‘el otro’ es visto como enemigo absoluto y no como ser humano.
- Fanatismo digital: El auge de las redes sociales en las últimas dos décadas ha dado un giro inédito al fanatismo. Internet facilita, amplifica y acelera la difusión de ideas extremas, creando ‘cámaras de eco’ donde florecen comunidades fanáticas de todo tipo. Nuevas tribus digitales se fanatizan alrededor de teorías conspirativas, pseudociencias o ideologías marginales (negacionistas anti-vacunas, terraplanistas, seguidores de conspiraciones como QAnon, etc.). Las redes potencian el fanatismo por varios mecanismos: algoritmos que muestran contenido acorde a nuestros gustos, creando burbujas ideológicas; la dinámica de ‘likes’ y compartidos que premia afirmaciones estridentes; y el anonimato que facilita la desinhibición. Este ecosistema ha democratizado la voz pública, pero también la intolerancia. El resultado es un discurso social crispado, donde posiciones extremas se legitiman.
Para las sociedades abiertas, el fanatismo plantea un riesgo existencial: éticamente corrompe los valores de la convivencia; socialmente divide comunidades; políticamente allana el camino a la tiranía y socava la deliberación democrática. Como escribió Oz:
Hay una gran diferencia entre la adoración ciega a tiranos sanguinarios, el seguimiento con los ojos cerrados de ideologías asesinas o el chovinismo agresivo saturado de odio, y el culto pueril y entusiasta a las estrellas del tipo que sean. Sin embargo, tal vez haya una línea común: adora renunciar a su individualidad.
Raíces del fanatismo: En el núcleo del pensamiento fanático subyace una notable rigidez cognitiva. Los fanáticos piensan en blanco o negro: simplifican la realidad en categorías absolutas, sin matices ni capacidad de integrar perspectivas opuestas. El psicólogo Arie Kruglanski, en su trabajo ‘Psychology of Fanaticism’(2014), postula que los seres humanos tenemos una necesidad básica de obtener respuestas claras y eliminar la incertidumbre. En grado moderado, esa necesidad es adaptativa, pero llevada al extremo se convierte en un potente precursor del fanatismo. Surge entonces un ansia de ‘cierre cognitivo’: alcanzar certezas rápidamente y a toda costa, por encima incluso de la precisión de esas creencias. Así, el fanático se vuelve impermeable a cualquier evidencia que contradiga su sistema de creencias, priorizando la coherencia interna y la emoción sobre la razón. La idea de ‘dudar’ simplemente le resulta intolerable.
Investigaciones recientes han cartografiado con más detalle el perfil psicológico asociado a las actitudes extremistas. La neurocientífica cognitiva Leor Zmigrod, en su estudio ‘The Psychological Signature of Extremist Minds’ (2021), identificó una ‘firma mental’ del extremismo, caracterizada por una combinación paradójica: cognición inflexible (dificultad para adaptarse a nueva información, procesar contextos complejos o cambiar de estrategia mental, asociada con alto dogmatismo); y rasgos impulsivos (tendencia a la búsqueda de sensaciones fuertes y a la impulsividad en la conducta y la toma de decisiones). La paradoja es que, a nivel de procesamiento mental, estas personas son más lentas en integrar evidencias, pero en el plano conductual son más impulsivas y buscan estímulos intensos. Este ‘cóctel psicológico’ favorece la adhesión a certezas rígidas y reacciones viscerales, creando un ‘firmware mental conservador-dogmático’. Tal sustrato predispone a la defensa férrea de una ideología y lleva a justificar la violencia como medio para un fin considerado superior. Cuando la creencia se vuelve parte de la identidad, cualquier desafío a ella se percibe como amenaza existencial, lo que explica la hostilidad feroz hacia lo divergente.
Por otro lado, estudios sociales y antropológicos resaltan que el fanatismo no proviene de ‘locos’ aislados, sino de factores grupales y culturales. El antropólogo Scott Atran, tras años investigando el terrorismo, señala que el fanatismo surge de ‘actores devotos’ motivados por ‘valores sagrados’ y ‘lealtades innegociables’, más que por psicopatologías individuales. En obras como Talking to the Enemy (2010), revela que muchos jóvenes radicalizados se fanatizan mediante dinámicas de hermandad (sentido de grupo e identidad compartida) y narrativas épicas de causa sagrada (la nación, la fe, la raza). En otras palabras, el fanatismo echa raíz en la necesidad humana de pertenencia y significado.
El antropólogo cognitivo Harvey Whitehouse ofrece una perspectiva complementaria: las tendencias fanáticas modernas serían manifestaciones desequilibradas de predisposiciones psicológicas evolutivas que alguna vez aseguraron la supervivencia en nuestra especie. En su libro Inheritance (2024), Whitehouse argumenta que el fanatismo explota tres sesgos humanos fundamentales: el conformismo, la religiosidad y el tribalismo. Estas tendencias facilitaron la cohesión y cooperación en pequeños grupos prehistóricos, pero hoy, desbordadas, causan disfunciones globales:
- Conformismo: Los humanos copiamos conductas para aprender habilidades útiles y para pertenecer a un grupo. Este conformismo garantizó la cooperación interna en clanes, pero llevado al extremo sienta las bases del pensamiento rígido fanático, donde cada miembro sigue ciegamente la norma del grupo por miedo a la disidencia.
- Tribalismo: Whitehouse distingue entre el conformismo ciego y la lealtad tribal auténtica. Una lealtad sólida hacia el grupo implica defenderlo de amenazas, incluso desobedeciendo al líder si ello salva al colectivo. El tribalismo fomentó solidaridad interna frente a enemigos externos. Sin embargo, el fanatismo surge cuando esa mentalidad tribal deriva en un rígido ‘nosotros vs. ellos’: el mundo se divide entre el grupo propio (virtuoso) y los demás (peligrosos). Esta visión alimenta ideologías extremas, odios étnicos y polarización política.
- Religiosidad: Whitehouse explica que la religiosidad es un conjunto de intuiciones universales que permitieron cohesión social a gran escala. Incluso bebés humanos muestran predisposición a creer que ‘agentes invisibles’ (como deidades) poseen cierta autoridad, lo que sugiere una base cognitiva para la espiritualidad. Históricamente, la religión cohesionó grandes grupos de desconocidos bajo valores comunes. Pero el fanatismo religioso explota estas intuiciones para generar compromisos grupales excluyentes: ‘mi credo’ como verdad única y absoluta frente a los demás equivocados, clausurando el diálogo crítico.
El análisis de Whitehouse ofrece una visión matizada del fanatismo: no es un virus externo a la condición humana, sino la expresión desequilibrada de tendencias naturales que todos poseemos. El desafío es recuperar el control de nuestros instintos sociales y redirigir conscientemente nuestras predisposiciones hacia la cooperación y la cohesión. Whitehouse sostiene que no debemos intentar ‘eliminar’ el conformismo, la religiosidad o el tribalismo, pues reaparecerán en cada generación, sino canalizarlos de formas positivas. Por ejemplo, usar el conformismo para difundir comportamientos prosociales y sostenibles, emplear la diversidad religiosa para fomentar la compasión y la ayuda mutua, y escalar el sentido de tribu hacia una ‘tribu humana’ que trascienda divisiones locales. Solo reconociendo y gestionando estas herencias evolutivas podremos evitar que nos arrastren a un futuro de polarización política sin precedentes, guerras cada vez más letales y devastación ambiental. Escribe Whitehouse:
Quienes mejor explotan nuestra psicología evolucionada son las fuerzas divisorias: agencias de publicidad, plataformas de noticias, líderes populistas y teóricos de la conspiración.
Aprender a no ser fanático: El filósofo británico Julian Baggini critica el fanatismo como una forma de cerrazón mental y propone soluciones pragmáticas basadas en principios racionales que fomentan el pensamiento equilibrado, la apertura al diálogo y la humildad intelectual. Para Baggini, el fanatismo no es mera pasión intensa por una causa, sino una ‘dedicación que no admite dudas ni críticas’. En su artículo ‘The Dangers of a Closed Mind’ (2009), publicado en The Guardian, lo describe como una actitud cerrada que descarta de antemano cualquier evidencia contraria, sin siquiera considerarla. A diferencia de un activista dedicado, por ejemplo, una ambientalista comprometida que ajusta sus métodos ante nuevos datos sobre transgénicos o el impacto climático de los aviones, el fanático ignora los argumentos serios y se aferra a su causa con inflexibilidad. Esta cerrazón es independiente del valor moral de la causa: incluso objetivos nobles pueden perseguirse fanáticamente si no hay apertura al error. Hoy vemos fenómenos parecidos en debates de redes sociales donde ciertos usuarios descartan opiniones opuestas como ‘herejías’ sin diálogo genuino, amplificando sus propias burbujas ideológicas. Para Baggini, la intolerancia intelectual es en sí misma corrosiva para la convivencia y la búsqueda de la verdad. En How to Think Like a Philosopher (2023), Baggini, identifica doce principios clave para cultivar un pensamiento más humano, equilibrado y racional. Estos principios son hábitos mentales que requieren práctica diaria. A continuación, sintetizamos algunos de los más relevantes y cómo aplicarlos para contrarrestar el fanatismo:
- Presta atención: El fanatismo prospera en la distracción y en la aceptación acrítica de narrativas sesgadas. Enfócate en la evidencia, no en suposiciones. Observa con detenimiento y verifica hechos antes de opinar o compartir contenido. Distingue entre lo que sabes y lo que asumes.
- Cuestiona todo, incluso tus preguntas: El fanatismo comienza sin cuestionar supuestos básicos (‘mi causa es 100% justa’). Usa la duda metódica. Atrévete a preguntarte ‘¿Y si yo estuviera equivocado?’. Examina premisas y evita sesgos en el lenguaje de las preguntas.
- Sigue los hechos y vigila tu lenguaje: El fanatismo distorsiona la realidad con generalizaciones o etiquetas incendiarias. Ancla en datos objetivos. Desmonta narrativas extremistas eligiendo palabras precisas y basándote en verdades verificables.
- Sé ecléctico y haz conexiones, no teorías: Busca el justo medio entre extremos; integra perspectivas diversas sin limitarte a una ideología. Aborda problemas desde ángulos múltiples, evitando explicaciones monocausales o conspirativas.
El fanático se cree infalible y a menudo convierte la causa en su identidad, no tolera críticas porque siente que lo atacan a él. Baggini propone soltar el ego y reconocer que somos falibles, que nuestros conocimientos son limitados, y que equivocarse no reduce nuestro valor como personas. A la vez, nos anima a pensar por cuenta propia en lugar de seguir ciegamente a la masa, pero sin aislarnos: hay que contrastar nuestras ideas con las de otros. Este equilibrio evita dos extremos: la mente acrítica propia del fanatismo gregario, y el ‘francotirador intelectual’ que rechaza toda opinión ajena por orgullo. Finalmente, Baggini nos recuerda que combatir el fanatismo es un proceso gradual. No hay soluciones instantáneas; deshacer odios enquistados requiere paciencia. Baggini nos insta a persistir en la defensa de la razón y la empatía, aunque los avances sean lentos. En términos prácticos, esto puede significar continuar conversaciones difíciles con familiares, amigos o colegas de opiniones radicales, o promover la educación crítica y la regulación ética en los medios y redes sociales.
Superar la plaga fanática: El fanatismo, en cualquiera de sus expresiones, representa un desafío formidable para la humanidad en el siglo XXI. Si bien es un rasgo que nos ha acompañado desde tiempos remotos, las condiciones actuales de crisis económicas, migraciones masivas, revolución digital e inseguridades identitarias han potenciado su peligrosidad, permitiéndole permear incluso sociedades que se creían vacunadas contra los extremos. A lo largo de este ensayo hemos visto cómo causas psicológicas, sociales, culturales y hasta evolutivas confluyen para dar lugar al fanatismo. Sus manifestaciones en la política, la religión, el deporte o Internet nos recuerdan que ningún ámbito está libre de este riesgo. Y sus consecuencias de violencia, injusticias y erosión democrática, nos urgen a actuar.
Sin embargo, no estamos impotentes. Con conocimiento, voluntad y un enfoque interdisciplinario es posible contener y mitigar el fanatismo. La educación en pensamiento crítico, el apoyo psicológico, la inclusión social, la responsabilidad tecnológica y el diálogo intercultural son pilares complementarios de una estrategia a largo plazo que desactive los mecanismos fanáticos. No se trata de aspirar a una utopía de unanimidad, ya que las diferencias de ideas son sanas y consustanciales a la democracia, sino de evitar que esas diferencias se cristalicen en odios irreconciliables. Fomentar una ciudadanía crítica, informada, empática y comprometida con principios democráticos es la mejor vacuna contra los falsos profetas de verdades absolutas. Como sociedad global, debemos reconocer que ninguna ideología vale más que la vida y la dignidad de las personas. Solo así frenaremos la ola fanática y reconstruiremos puentes donde otros insisten en levantar muros. En un mundo tan interconectado como el nuestro, la única salida viable es reivindicar la razón y la compasión por encima del odio. Solo entonces habremos aprendido la lección que la historia nos repite: que el verdadero enemigo a vencer no es el otro, sino el fanatismo que nos separa. En palabras de Amos Oz:
Hay que tener curiosidad. Ponerse en la piel del otro… La receta es imaginación, sentido del humor, empatía. Lo mío es intentar imaginar qué hace al otro actuar de determinada forma.
Solo así podremos desactivar la plaga del siglo XXI.