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Conflicto irresoluble

Israel inició la guerra en Gaza tras el ataque liderado por Hamás el 7 de octubre de 2023, en el que unos 1.200 israelíes fueron asesinados y 251 secuestrados. Desde entonces, la campaña militar israelí ha causado más de 67.000 palestinos muertos y casi 170.000 heridos, según el Ministerio de Salud de Gaza. Estas cifras, que la ONU considera las más fiables, no se interpretan de forma neutral: para Israel, justifican una ‘defensa legítima’ contra amenazas terroristas; para muchos palestinos, evidencian un ‘genocidio’ sistemático.

A dos años del inicio del conflicto, los esfuerzos de alto al fuego evidencian la brecha narrativa. El viernes 3 de octubre de 2025, Hamás aceptó parcialmente un plan de paz de 20 puntos propuesto por Estados Unidos, ofreciendo liberar a los 48 rehenes israelíes restantes, vivos o muertos. Israel anunció el 4 de octubre que preparaba la ‘implementación inmediata’ de la primera fase del plan y que restringiría sus operaciones militares a acciones ‘defensivas’. Sin embargo, los ataques han continuado: ‘al menos 36 personas murieron en bombardeos desde que Trump instó a frenarlos, incluidos 18 civiles (niños entre ellos)’, reportó Reuters. Trump se mostró confiado en un acuerdo inminente, calificando la jornada como ‘histórica’ y un ‘gran día’, aunque admitió que quedaban ‘detalles por cerrar’.

El escritor español Fabián Barrio, conocido por haber dado la vuelta al mundo en moto y residente en Chipre, conoce de cerca este conflicto. En septiembre de 2025 publicó en YouTube el video ‘Jamás concluirá esta guerra’, donde argumenta que este conflicto es irresoluble bajo las condiciones actuales. Barrio sostiene que no es una disputa territorial solucionable con acuerdos técnicos o diplomáticos, ya que es una colisión existencial entre dos narrativas sagradas, identidades y derechos a existir que se perciben como mutuamente excluyentes. Afirma:

Este conflicto no tiene solución porque para que uno de los bandos duerma tranquilo, el otro debe ser borrado de la faz de la tierra.

Barrio, identifica tres raíces profundas que hacen este conflicto intratable:

  • Dimensión étnica e identitaria: Ambos pueblos se ven a sí mismos como los legítimos y originarios habitantes de la misma tierra.
  • Dimensión religiosa: Jerusalén y sus lugares santos son un foco permanente de fricción para judíos, cristianos y musulmanes. La religión introduce verdades absolutas que no admiten concesiones; ceder se percibe casi como blasfemia.
  • Dimensión geopolítica: El conflicto trasciende a los actores directos, alimentado por intereses regionales e internacionales que lo prolongan.

El analista Jesús Núñez, codirector del IECAH, coincide en que este enfrentamiento no comenzó en 2023, sino que lleva décadas de un ciclo violencia–represalia. Es uno de los conflictos más prolongados y multifacéticos de la era contemporánea, marcado por espirales de violencia, desconfianza profunda, narrativas irreconciliables y un nudo de intereses internacionales que perpetúa la guerra y bloquea soluciones viables. Como señaló el escritor israelí Amos Oz, en su libro Contra el fanatismo (2004) no se trata de una lucha entre el bien y el mal, sino de una tragedia en el sentido más estricto. Escribe:

Un choque de derechos, un choque entre una reivindicación poderosa, profunda y convincente y otra reivindicación muy diferente pero no menos convincente, no por ello menos poderosa y no menos humana.

En otras palabras, cada pueblo posee reclamos históricos y emocionales legítimos, pero incompatibles en los términos actuales. A partir de esta premisa, el conflicto palestino-israelí refleja, amplificado, los patrones disfuncionales de los conflictos irresolubles que erosionan tanto las relaciones personales como las colectivas. Para analizar sus dinámicas, resulta útil la lente propuesta por Donald Davidson en ‘Three Varieties of Knowledge’ (1991): la subjetividad, la intersubjetividad y la objetividad, tres dimensiones interconectadas del conocimiento humano. A continuación, exploraremos cada una en el contexto de este conflicto, para dilucidar cómo las percepciones individuales y colectivas alimentan la confrontación y cómo podría vislumbrarse una transformación hacia la paz.

Subjetividad: realidades enfrentadas. La subjetividad representa el núcleo del pensamiento humano: cada individuo construye su propia realidad a partir de sus experiencias, emociones y creencias. El biólogo Humberto Maturana describe esta condición mediante la teoría de la autopoiesis, señalando que los seres vivos se autoconstruyen y mantienen su identidad a través de interacciones con el entorno. Así, ‘cada persona trae un mundo a la mano’ determinado por su biología y su historia; el acto de conocer no es un reflejo pasivo de una realidad externa, sino una creación interna. La subjetividad no es un ‘error’ cognitivo, sino una condición inherente de nuestra naturaleza.

En el conflicto palestino-israelí, las subjetividades generan narrativas opuestas que coexisten sobre el mismo territorio. Para muchos israelíes, la tierra entre el Jordán y el Mediterráneo es Eretz Israel, la Tierra Prometida. Su patria ancestral y el anhelado refugio tras siglos de persecución culminados en el Holocausto. Para muchos palestinos, en cambio, el surgimiento del Estado de Israel en 1948 fue vivido como la Nakba (la ‘catástrofe’), una imposición colonial que implicó que entre 700.000 y 750.000 palestinos fueran desplazados o expulsados de sus tierras, convirtiéndose en refugiados. Ese trauma fundacional consolidó una identidad colectiva marcada por la injusticia y el derecho al retorno, transmitida por generaciones a través de relatos familiares y culturales. Dos visiones históricas completamente dispares enmarcan, por tanto, las subjetividades de cada pueblo.

Individualmente, estas subjetividades rígidas fomentan actitudes deshumanizadoras hacia el enemigo. Una madre israelí que perdió a sus hijos en la masacre del 7 de octubre de 2023 puede llegar a percibir a cualquier palestino como un potencial ‘terrorista’; simétricamente, una familia gazatí que ha sufrido bombardeos devastadores tiende a ver a todo israelí como opresor y culpable de su sufrimiento. Cada comunidad vive en una especie de burbuja narrativa, donde los hechos externos se reinterpretan para encajar en el propio relato. El dolor personal alimenta generalizaciones colectivas que justifican la violencia en nombre de la supervivencia.

La coyuntura actual refuerza esta dinámica subjetiva. La ofensiva israelí en Gaza desde 2023 ha arrasado barrios enteros y causado decenas de miles de muertes civiles, con miles de niños entre las víctimas. A ello se suman la escasez extrema. Gaza padece una hambruna declarada oficialmente en agosto de 2025 y constantes obstáculos a la ayuda humanitaria. De hecho, la intercepción por Israel de la Global Sumud Flotilla, una flota internacional de activistas que intentó llevar suministros a Gaza en octubre de 2025, es percibida como evidencia de un asedio deliberado. Según recuentos médicos, al menos 455 gazatíes (incluidos 151 niños) han muerto de desnutrición o hambre desde octubre de 2023. Estos hechos, confirman para la subjetividad palestina la idea de una opresión sistemática y refuerzan el odio hacia Israel. Al mismo tiempo, en la subjetividad israelí se reafirman los temores existenciales: Hamás, cuyos ataques iniciales fueron de una crueldad inédita, encarna la amenaza de aniquilación que justifica a ojos de muchos israelíes una guerra sin cuartel. En suma, cada lado, desde su dolor histórico y reciente, construye una realidad que convierte al otro en enemigo absoluto.

Intersubjetividad: el fracaso de la interpretación mutua. La intersubjetividad alude al espacio compartido de significados entre individuos, la posibilidad de entendernos unos a otros y construir consensos sobre la realidad. Para Davidson, la comunicación efectiva exige aplicar el ‘principio de caridad’: asumir que las creencias del otro son racionales y verdaderas desde su perspectiva. Solo así podemos interpretar sus palabras en sus propios términos y tender puentes entre visiones distintas. Davidson introduce la metáfora de la triangulación: para comprender el lenguaje ajeno, debo calibrar mi perspectiva subjetiva, la perspectiva del otro y la realidad externa objetiva. Sin esta presuposición de racionalidad mutua, la comunicación fracasa por completo.

En el conflicto palestino-israelí, la intersubjetividad ha colapsado estrepitosamente. No existe una triangulación de interpretaciones ni se practica el principio de caridad entre las narrativas enfrentadas. Lejos de intentar comprender los motivos del adversario como algo potencialmente racional desde su experiencia, ambos bandos demonizan las intenciones del otro. Cada parte vive con la certeza inculcada de que solo sobrevivirá si el otro desaparece.

Los Acuerdos de Oslo de 1993 ilustran este fracaso. Aunque supusieron un reconocimiento mutuo inicial y generaron esperanzas de paz, pronto naufragaron por la falta de buena fe, las interpretaciones divergentes y la violencia de actores extremistas que boicotearon el proceso. Hoy, tras años de violencia y promesas rotas, la brecha intersubjetiva es incluso mayor. Entre octubre de 2023 y junio de 2025, al menos 964 palestinos (incluidos aproximadamente 200 niños) han muerto a manos de fuerzas israelíes o colonos en Cisjordania. Estos datos de la ONU retratan ‘otra guerra’, que para los palestinos confirma la imposibilidad de convivir; mientras tanto, muchos israelíes desestiman estas muertes alegando razones de seguridad o las minimizan frente a sus propias pérdidas.

A nivel global, también emergen narrativas enfrentadas. Encuestas muestran una brecha generacional en Occidente: por ejemplo, en Estados Unidos, un 37% de los jóvenes de 18 a 34 años simpatiza más con los palestinos frente a solo 11% con los israelíes (mucho menos que en generaciones mayores). Las redes sociales difunden diariamente imágenes de destrucción en Gaza que impactan a la opinión pública joven, erosionando viejas lealtades hacia Israel. Mientras tanto, sectores más conservadores siguen respaldando el discurso israelí de autodefensa contra el terrorismo de Hamás. Incluso fuera de la región, cada cual adopta la narrativa que confirma sus creencias previas.

La historia, sin embargo, ofrece esperanza sobre la capacidad humana de reconstruir intersubjetividades. La reconciliación post-apartheid en Sudáfrica, liderada por Nelson Mandela, demostró que enemigos acérrimos pueden re-humanizarse mutuamente a través del reconocimiento del sufrimiento del otro y procesos de verdad y perdón. Pero en Tierra Santa estos esfuerzos chocan con obstáculos formidables: la división interna palestina, entre la Autoridad Nacional Palestina en Cisjordania y Hamás en Gaza impide una voz unificada de su pueblo; a su vez, la rigidez política del gobierno israelí bloquea concesiones significativas. Cada parte carece de interlocutores plenamente legítimos ante los ojos del otro. El fracaso intersubjetivo es casi total: no hay un lenguaje común ni confianza suficiente para interpretar las acciones del otro de buena fe.

Objetividad: una búsqueda elusiva. La objetividad aspiraría a una visión imparcial e independiente de las influencias personales o grupales: un punto de vista desde fuera de las subjetividades en pugna. En la práctica, la ‘objetividad pura’ es inalcanzable. Maturana sugería escribirla entre paréntesis. No obstante, se puede abogar por una objetividad relativa o regulativa, entendida como el esfuerzo deliberado por trascender los sesgos individuales y colectivos. El filósofo Julian Baggini en How to Think Like a Philosopher (2023) concibe la objetividad no como la eliminación de la subjetividad, sino como un ejercicio de humildad intelectual. Estar dispuesto a revisar las propias creencias ante nueva evidencia, buscar la neutralidad y considerar múltiples perspectivas con honestidad. En ética y política, la objetividad funciona como un ideal orientador que exige aplicar principios universales de justicia más allá de nuestras lealtades tribales.

En el conflicto que nos ocupa, la objetividad queda eclipsada por narrativas absolutistas y agendas parciales. Cada lado proclama poseer la verdad histórica, seleccionando los hechos que encajan en su relato e ignorando los incómodos. Esta ‘ceguera selectiva’ alimenta cegueras morales. Si solo mi pueblo ha sido víctima y el otro es el agresor histórico, entonces cualquier acción ‘defensiva’ mía está justificada. Colectivamente, la falta de objetividad se traduce en propaganda y desinformación. En la era de las redes sociales, proliferan narrativas sesgadas, noticias y videos falsos que distorsionan la realidad reforzando prejuicios existentes.

Incluso a nivel diplomático internacional, es difícil establecer un terreno objetivo aceptado por todos. La Asamblea General de la ONU, por ejemplo, aprobó en septiembre de 2024 la resolución ES‑10/24 que ‘exige que Israel ponga fin sin demora a su presencia ilegal en el territorio palestino ocupado’ en un plazo no mayor a 12 meses. La resolución fue adoptada por 124 votos a favor y 14 en contra (entre ellos Estados Unidos e Israel). Sin embargo, lejos de generar un consenso, Israel descalificó la iniciativa tachándola de ‘teatro del absurdo’ plagado de parcialidad, y sus aliados la denunciaron como falta de imparcialidad. No hay acuerdo ni siquiera sobre los términos del debate. Para la mayoría del mundo, la ocupación prolongada es ilegal y debe terminar; para Israel y algunos aliados, tales resoluciones ignoran su derecho a la seguridad y representan un sesgo sistemático. En este clima, ni siquiera los hechos básicos se reconocen con el mismo significado por ambas partes.

Lograr un mínimo de objetividad implicaría ceñirse a principios universales, como el derecho internacional humanitario y reconocer la complejidad de la situación: que existen traumas cruzados y derechos legítimos de ambos pueblos. Una postura objetivamente justa debería condenar tanto el terrorismo de Hamás como la ocupación y castigos colectivos impuestos por Israel. En la práctica, pocos actores logran ese equilibrio. La impotencia de la comunidad internacional, de los gobiernos árabes e incluso de la ONU para detener esta tragedia ha permitido que el sufrimiento continúe. La verdad factual es otra víctima del conflicto.

Aun así, persiste la necesidad de una objetividad pragmática para imaginar soluciones. La justicia internacional ofrece un marco: por ejemplo, la obligación de proteger a civiles y buscar una solución de dos Estados viables. El plan de Trump de 20 puntos, aunque tecnocrático y criticado por falta de concesiones a la soberanía palestina, fue recibido con mezcla de esperanza y escepticismo. La Autoridad Palestina lo calificó de esfuerzo ‘sincero’ pero insuficiente sin garantías claras de un Estado propio. Incluso el presidente ruso Vladimir Putin elogió el plan como una posible ‘luz al final del túnel’, aunque enfatizó que solo sería útil si conduce finalmente a la solución de dos Estados que Rusia siempre ha apoyado. En Israel, empero, el primer ministro Netanyahu se mostró reticente: aceptó una primera fase de retirada parcial de Gaza bajo presión de Washington, pero dejó claro que Hamás deberá ser desarmado y Gaza podría seguir ocupada ‘política o militarmente’ si eso no ocurre. Así, incluso los esfuerzos diplomáticos recientes revelan cuán frágil es la intersubjetividad. No hay confianza mutua ni terreno común, y actores externos (Irán, Hezbolá) amenazan con ampliar la guerra si sus intereses se ven afectados. Un acuerdo que satisfaga mínimamente a ambas partes sigue siendo esquivo en medio de demandas irreconciliables.

¿Hacia una metamorfosis de las subjetividades? Frente a este panorama pesimista, cabe preguntarse: ¿y si hubiéramos nacido del otro lado? Reconocer la humanidad del otro es el primer paso para desmantelar las narrativas excluyentes. El conflicto palestino-israelí ejemplifica cómo la subjetividad rígida crea realidades incompatibles, cómo la intersubjetividad fracasa al no reconocer al otro como legítimo, y cómo la objetividad se pierde entre sesgos y agendas. Las consecuencias son devastadoras: individualmente, el odio y el trauma marcan generaciones; colectivamente, la violencia sociopolítica se perpetúa y bloquea cualquier solución.

Sin embargo, este análisis no concluye en la desesperanza total. Si algo nos enseña la historia es que ninguna guerra es verdaderamente eterna. Las personas y los pueblos pueden cambiar con el tiempo sus formas de verse a sí mismos y de ver al otro. La paz no llegará simplemente con un nuevo trazado de fronteras o un acuerdo político, sino que requiere de una metamorfosis de las subjetividades enfrentadas. En concreto, implicaría:

  • Fomentar subjetividades más flexibles: Educar a las nuevas generaciones para que puedan incorporar la narrativa del ‘otro’ sin sentir que traicionan la propia. Esto significa crear empatía histórica: que un joven israelí pueda reconocer la Nakba palestina como un hecho traumático real, y que un joven palestino pueda entender el miedo existencial judío tras el Holocausto y siglos de persecución. Esa ampliación de la perspectiva personal reduce la demonización automática.
  • Reconstruir la intersubjetividad desde la base: Promover el contacto humano directo, intercambios culturales, encuentros entre estudiantes, diálogos interreligiosos, que rompa la segregación actual. Iniciativas de reconocimiento mutuo del sufrimiento al estilo de comisiones de verdad y reconciliación podrían, con el tiempo, re-humanizar la imagen del enemigo.
  • Apegarse a una objetividad práctica y justa: Incluso sabiendo que la neutralidad perfecta es utópica, los mediadores y líderes deben aferrarse a principios universales, derechos humanos, justicia internacional, como guías rectoras. Esto demanda condenar las violencias venga de quien venga, aliviar de inmediato el sufrimiento de civiles y buscar soluciones creativas que reconozcan la dignidad de ambos pueblos. En términos concretos, implica terminar con el bloqueo a Gaza, acordar dos Estados viables, y apoyo internacional sostenido para la reconstrucción y seguridad de ambas comunidades. La objetividad en este contexto es tener la voluntad política de imponer límites a la destrucción y apostar por la vida por encima de las narrativas de victoria total y humillación del adversario.

En síntesis, el camino a la paz pasa por una transformación ética y cognitiva. No es imposible: ya ocurrió en otras latitudes donde enemigos históricos se tendieron la mano tras reconocer su humanidad compartida. Nelson Mandela señaló:

Nadie nace odiando a otra persona por el color de su piel, su origen o su religión. La gente aprende a odiar. También se les puede enseñar a amar. El amor llega más naturalmente al corazón humano que lo contrario.

Enseñar a amar aquí equivale a aprender a ver al otro con los ojos de la compasión y la justicia, sin negar la memoria, pero sin quedar presos de ella. Como recalcaba Maturana, la convivencia armónica solo es posible cuando dejamos de concebir al otro como una amenaza y lo aceptamos como legítimo. Puede que hoy por hoy la guerra parezca interminable, pero imaginar la perspectiva del ‘otro lado’ es el primer paso para concluirla algún día. En última instancia, el fin de este conflicto no llegará con la aniquilación de un pueblo por otro, sino con la difícil pero esperanzadora metamorfosis de ambos. Solo así podrá disolverse el nudo trágico de este conflicto interminable, convirtiendo la tragedia en un futuro de coexistencia pacífica, por lento, complejo y doloroso que sea el proceso para alcanzarlo.

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