adaptación

Pesadilla histórica

‘La Historia es una pesadilla de la que estamos intentando despertar’. La célebre reflexión de James Joyce en Ulises (1920) encuentra un eco trágico en eventos que marcan épocas de transformaciones estructurales. Este ensayo sostiene que transformaciones tecnológicas o económicas rápidas y desconectadas de instituciones tienden a degradar el bienestar, concentrar poder y erosionar la confianza. Rusia (1991–1998) ofrece un caso crítico de ‘terapia de shock’ desastrosa; la IA muestra rasgos análogos cuando velocidad y captura privada desplazan a seguridad, equidad y deliberación democrática.

El colapso de la Unión Soviética a finales de 1991 sumió a Rusia en un vacío devastador, un caos económico, político y social. Ante esta crisis, un grupo de reformistas liderados por Boris Yeltsin, asesorados por economistas occidentales como Jeffrey Sachs, implementó un programa radical conocido como ‘terapia de shock’. Su objetivo declarado era lograr una transición acelerada de una economía colectivista a una economía de mercado mediante tres pilares: liberalización abrupta de precios, privatizaciones masivas y drásticos recortes fiscales. Había total confianza en la ‘mano invisible’ de un mercado sin restricciones. La premisa ideológica era clara: el dolor económico inicial daría paso a una rápida recuperación y prosperidad. Esta fue una aplicación de la teoría económica a una escala sin precedentes. Sin embargo, esta estrategia ignoró deliberadamente las características únicas de Rusia: una economía hiperindustrializada dependiente del Estado, carente de instituciones democráticas maduras y de una sociedad civil fuerte que amortiguara el impacto. Las consecuencias no fueron una transición, sino un cataclismo sistémico. Los datos cuantifican la magnitud de la hecatombe. Como documentan Ghodsee y Orenstein en Taking Stock of Shock (2021):

  • El PIB se contrajo un catastrófico 40% entre 1991 y 1998.
  • La hiperinflación alcanzó un 2.500% en 1992, evaporando ahorros de toda una vida y reduciendo salarios reales a la nada.
  • La pobreza extrema prácticamente inexistente a finales de los 80 (2%), afectó a 74 millones de personas a mediados de los noventa.
  • El colapso de los sistemas de salud y protección social, unido al estrés masivo, hizo que la esperanza de vida masculina cayera de 64 a 57 años, impulsada por el alcoholismo, los suicidios y las enfermedades prevenibles.
  • Las industrias locales colapsaron al no poder competir con las importaciones extranjeras. La producción industrial cayó 50% entre 1991-1998.

El proceso de privatización, supuesto motor del cambio, se convirtió en el mecanismo de un saqueo histórico. Mediante el sistema de vouchers y, sobre todo, las infames subastas de ‘préstamos por acciones’ (1995-1996), una reducida élite depredadora adquirió activos estatales valuados en miles de millones de dólares a precios irrisorios. Esta transferencia masiva, plagada de corrupción y connivencia con grupos criminales, consolidó un capitalismo cleptocrático. Greg Rosalsky en su artículo How ‘shock therapy’ created Russian oligarchs and paved the path for Putin (2022), afirma que ya para 1994, el 70% de los activos nacionales se habían privatizado. En Rusia, el 1% más rico posee el 56% de la riqueza nacional, y ocupa el puesto 154 en el Índice de Percepción de Corrupción según Transparencia Internacional (2024).

Del Caos al Autoritarismo. Clara Mattei en The Capital Order (2022) explica que la ‘terapia de shock’ no fue una medida técnica neutral, sino una herramienta política. Su efecto fue suprimir alternativas democráticas y debilitar sistemáticamente el poder laboral, priorizando la acumulación acelerada de capital sobre cualquier noción de equidad. La industria rusa pasó de ser un complejo diversificado y tecnológicamente avanzado, a un modelo desarticulado que facilitó el saqueo oligárquico. El caos social, la pobreza masiva y la profunda ilegitimidad generada por el shock crearon un vacío de poder. Fue en este contexto donde surgió la figura de Vladimir Putin, quien prometió y logró ‘restaurar el orden’ mediante la cooptación de los oligarcas y el sacrificio de las libertades políticas a cambio de una estabilidad autoritaria. Hoy, la economía rusa depende críticamente de la exportación de recursos naturales. Como señala Martín Baña en su artículo ¿Quién extraña al comunismo? (2021), este episodio dejó una sociedad traumatizada, aún ‘debatida entre la reactualización de un pasado imperial […] y el diseño de un futuro para todos’. Paul Lawrence sociólogo de Harvard formó parte de un grupo de académicos estadounidenses y rusos que realizaron estudios intensivos sobre las tensiones culturales, organizacionales y la toma de decisiones gerenciales rusas durante los 90. En su libro Driven (2002) reflexiona:

La conclusión general tendría que ser que tal conjunto de cambios tomaría en el mejor de los casos muchos, muchos años. La gente necesitaría tiempo para aprender sus nuevos roles en un sistema totalmente nuevo. Cualquier enfoque racional para tal cambio tendría que tomarse paso a paso con una secuencia y un cronograma cuidadosamente planificados.

El desastre ruso no fue un fracaso inevitable del capitalismo, sino el resultado de una implementación dogmática, acelerada y descontextualizada. Ignoró deliberadamente lecciones de transiciones más graduales y reguladas, como el caso de China o las reformas con redes de seguridad como en Polonia. La crítica central a este tipo de transformaciones, articulada por economistas como el Nobel Joseph Stiglitz, radica en que sus diseñadores ignoraron sistemáticamente los impactos sociales y políticos, tratando una sociedad compleja como un laboratorio para teorías abstractas. Stiglitz argumenta que este desprecio por lo humano es el talón de Aquiles de las transformaciones radicales. En una entrevista señaló:

La inteligencia artificial y la robotización tienen el potencial de aumentar la productividad de la economía y, en principio, eso podría beneficiar a todos. Pero solo si se gestionan bien.

Esta advertencia sobre el ‘talón de Aquiles’ de las transformaciones radicales resuena con particular fuerza hoy, al enfrentar la disrupción gigantesca de la IA, pero acelerada exponencialmente. Demis Hassabis, Premio Nobel de Química 2024 y CEO de Google DeepMind, declaró en The Guardian que ‘la IA generará un impacto diez veces mayor que la Revolución Industrial, a una velocidad diez veces superior’. Su advertencia es profundamente ambivalente: mientras anuncia una potencial ‘abundancia radical’gracias a una ‘productividad exponencial’, confiesa: ‘Si hubiera sido por mí, la habríamos dejado en el laboratorio más tiempo… quizá curado el cáncer o algo similar’. Esta tensión personifica el dilema central: ¿Estamos repitiendo el patrón de la terapia de shock ahora con la IA? Más que un parecido superficial, ambos procesos comparten tres mecanismos:

  • Reconfiguración súbita de derechos de propiedad: activos estratégicos ↔ datos/modelos/propiedad intelectual.
  • Desorganización de redes de seguridad: protección social ↔ políticas de transición laboral y competencia.
  • Asimetrías de información que permiten a actores con poder ‘internalizar’ beneficios y ‘externalizar’ costos.

Con el lanzamiento de ChatGPT de OpenAI en 2022 el panorama de la IA cambió radicalmente. Hassabis comenta:

Apostaron por la escalabilidad, casi como si apostaran la casa, lo cual es impresionante, y quizá sea algo que una startup deba hacer.

Sam Altman, el CEO de OpenAI, testificó en 2023, ante un comité del Senado de Estados Unidos y señaló: ‘Mi peor miedo es que esta tecnología salga mal. Y si sale mal, puede salir muy mal’. Pero, sigue posicionando a su empresa como el arquitecto indispensable del destino tecnológico de la humanidad. Recientemente afirmó en una conferencia de la Reserva Federal que ‘categorías laborales enteras desaparecerán debido a la IA’. La terapia de shock de la IA está en curso. Se evidencia en el despliegue acelerado y masivo de sistemas de IA avanzada sin los marcos regulatorios robustos, las salvaguardas éticas ni los mecanismos de amortiguación social necesarios. Las empresas tecnológicas tienen ahora tal poder económico, político y de influencia que se han convertido en un factor geopolítico en sí mismas. Priorizanla velocidad de adopción y la ventaja competitiva sobre la seguridad, la equidad y la estabilidad colectiva. Los paralelos con el caso de Rusia son evidentes y profundos:

  • Concentración Extrema de Poder: Así como la privatización rusa creó oligarcas que capturaron activos nacionales, la IA está generando ‘oligopolios tecnológicos’ que capturan datos, patentes e infraestructura crítica. El 90% de la inversión global en IA se concentra en EE.UU. y China.
  • Desestabilización Socioeconómica Masiva: El desempleo masivo pronosticado por el FMI: hasta el 40% de los empleos globales automatizables para 2030, amenaza con replicar y amplificar la pobreza extrema rusa de los 90. Sectores clave como manufactura, servicios, incluso profesiones creativas enfrentan disrupciones abruptas. Sin políticas de transición, esto podría actuar como un ‘amplificador de crisis’, convirtiendo recesiones en depresiones al fracturar mercados laborales y financieros simultáneamente. La historia económica muestra que tecnologías disruptivas como la electricidad tardaron décadas en impulsar un crecimiento amplio; la IA, por su velocidad, podría causar caos inmediato sin una gobernanza adecuada.
  • Erosión de la Cohesión y la Confianza Social: Los sesgos algorítmicos incorporados en sistemas de IA podrían perpetuar y amplificar la discriminación, replicando la corrupción sistémica rusa en una nueva dimensión digital, erosionando la confianza en instituciones y entre ciudadanos. La polarización social podría exacerbarse.

Los premios Nobel de Economía 2024, Daron Acemoglu y Simon Johnson, plantean en Poder y Progreso (2023)una tesis fundamental: ‘la tecnología no es una fuerza autónoma que garantice bienestar, sino un instrumento moldeado por relaciones de poder’. Su análisis histórico revela un patrón persistente: durante milenios, los beneficios del cambio tecnológico se han concentrado en élites reducidas, mientras sus costos los paga la mayoría. En una entrevista reciente, Acemoglu alertó sobre un obstáculo crítico: ‘Muchas decisiones se ven obstaculizadas por el “tecnooptimismo”, esa noción de que un cambio tecnológico impresionante conducirá automáticamente a mejores resultados sociales’. Este relato, promovido agresivamente por gigantes tecnológicos, sostiene que ‘lo bueno para las corporaciones es bueno para todos’, exigiendo desregulación bajo la amenaza de frenar el ‘progreso’La realidad es más compleja. Acemoglu explica:

La tecnología no es inherentemente beneficiosa o perjudicial; su impacto depende de cómo se utiliza y de quién controla su implementación. Tenemos herramientas fascinantes […] que podrían potenciar todo lo que la humanidad es capaz de hacer, pero solo si conseguimos que trabajen por y para las personas.

La revolución de la IA no es un fenómeno técnico, sino un proyecto político que redefine el poder, el trabajo y la verdad. La lección rusa es quecuando la transformación estructural llega más rápido que la capacidad institucional y cultural para absorberla, el resultado no es ‘progreso automático’, sino ‘trauma agregado’, captura por élites oportunistas y pérdidas de confianza social. La IA, por magnitud y velocidad, corre ese riesgo si se despliega ‘a choque’ sin salvaguardias. Por ello, Simon Johnson señaló en Behavioral Scientist (2024):

El error es centrarse en la tecnología. La pregunta crucial es: ¿Qué problema queremos resolver? ¿Qué buscamos cambiar en nuestra sociedad?

La prosperidad tecnológica no es un destino inevitable: es una elección deliberada. Los Nobel concluyen: ‘Redirigir la tecnología exige identificar aplicaciones que maximicen beneficios colectivos’. Esto demanda:

  • Desafiar narrativas corporativas que equiparan avance tecnológico con interés público.
  • Priorizar ‘IA potenciadora’ sobre ‘IA sustituidora’.
  • Exigir marcos democráticos que aseguren que la tecnología sirva al bien común.

Acemoglu advierte: ‘La tecnología no es una fuerza, sino una herramienta. Depende de nosotros decidir si será un instrumento de liberación o de dominio’. Evitar que la actual disrupción tecnológica se convierta en otra ‘pesadilla histórica’ exige un rechazo explícito al dogmatismo acelerado que fracasó en Rusia. La lección es ineludible: sin marcos regulatorios robustos y éticos, gobernanza multilateral efectiva, políticas inclusivas de transición y una priorización absoluta del bienestar humano sobre la eficiencia capitalista descontrolada o la ambición geopolítica, la ‘abundancia’ prometida por la IA corre el riesgo de convertirse, una vez más, en un sueño roto y un trauma colectivo. La historia nos muestra el abismo; depende de nosotros elegir un camino distinto. Si aprendemos de Rusia, evitaremos que la IA sea otro experimento a golpe de shock; si no, repetiremos la pesadilla. La filósofa Adela Cortina autora de ¿Ética o ideología de la inteligencia artificial? (2024), en una entrevista con el diario El País advierte:

La IA es un saber científico-técnico que hay que encaminar en alguna dirección. Si quienes lo controlan son grandes empresas que quieren poder económico o países que quieren poder geopolítico, entonces no queda nada garantizado que sea bien usado.

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