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¡No está a la venta!

Donald Trump insiste en adquirir Groenlandia de cualquier forma. Esta semana afirmó: ’Debemos tener Groenlandia. No podemos prescindir de ella. Llegaremos hasta donde sea necesario. Necesitamos Groenlandia. El mundo necesita que tengamos Groenlandia, incluida Dinamarca’. Groenlandia se considera la isla más grande del mundo. Con un territorio de 2.175.600 km² está habitada por cerca de 56.000 personas la mayoría de los cuales son inuit. En 1867, Estados Unidos compró Alaska al imperio ruso por 7.2 millones de dólares de la época y luego William Seward, secretario de estado de Abraham Lincoln, negoció la compra de Groenlandia junto con Islandia por poco más de 5 millones de dólares, pero el acuerdo nunca se concretó. Después de la Segunda Guerra Mundial, Harry Truman reconoció el valor estratégico de ese territorio frente a los soviéticos y en 1946 ofreció a Dinamarca 100 millones de dólares para comprarla. Dinamarca se negó a venderla. En 1979 Dinamarca otorgó la autonomía a Groenlandia, transfiriendo la mayor parte de las funciones al gobierno local, quedando en manos de Dinamarca asuntos exteriores, seguridad y política financiera. En agosto de 2019, Donald Trump en su primer mandato, volvió a proponer la compra de esta isla ártica, lo que provocó que el primer ministro groenlandés Kim Kielsen emitiera la siguiente declaración:

“Groenlandia no está a la venta y no puede venderse, pero Groenlandia está abierta al comercio y a la cooperación con otros países, incluido Estados Unidos”.

David Sanger en su artículo Visiting Greenland, Vance Finds the Weather and the Reception Chilly, publicado en The New York Times, afirma que de los cuatro territorios que Trump ha considerado adquirir—Groenlandia, el Canal de Panamá, Canadá y Gaza—, Groenlandia es el que parece más decidido a conseguir. Trump ha dejado claro su interés en las reservas minerales y tierras raras sin explotar de Groenlandia, al igual que en Ucrania, Rusia y Canadá. Además de su vasta extensión, riqueza en recursos naturales y ubicación estratégica, el calentamiento global ha facilitado el desarrollo de rutas polares. Así Groenlandia ha visto incrementado su valor militar y comercial. Escribe Sanger:

“Desde la época de William McKinley, quien participó en la guerra hispano-estadounidense a finales del siglo XIX y terminó con el control estadounidense de Filipinas, Guam y Puerto Rico, ningún presidente electo estadounidense había amenazado tan abiertamente con el uso de la fuerza para expandir las fronteras territoriales del país”.

El 28 de marzo de 2025, el vicepresidente estadounidense J.D. Vance encabezó una delegación de su país para visitar la base militar que Estados Unidos tiene en el noroeste de la isla. En su discurso arremetió contra la gestión de Dinamarca y gran parte de Europa, para evitar las ‘incursiones agresivas de Rusia y de China en Groenlandia’. El mensaje era claro: convencer a los residentes locales y al mundo de que Groenlandia estaría mucho mejor bajo el control de Estados Unidos. Sin embargo, según The Guardian el 85% de los groenlandeses se oponen a una anexión estadounidensey una encuesta de Suffolk University en Estados Unidos revela que un 53% de sus ciudadanos también son contrarios a hacerse con el control de la isla. Dirigiéndose directamente a la población groenlandesa, Vance señaló:

“No creemos que la fuerza militar vaya a ser necesaria jamás. Creemos que el pueblo de Groenlandia es racional y bueno, y creemos que podremos llegar a un acuerdo, al estilo de Donald Trump, para garantizar la seguridad de este territorio, pero también de los Estados Unidos de América”.

Al hacerse evidente que las carreteras alrededor de la capital Nuuk estarían repletas de manifestantes en contra de los intereses de Trump, la visita de Vance a la isla se circunscribió solo a la base militar estadounidense, lejos de cualquier posible foco de disidencia. El futuro primer ministro local Jens-Frederik Nielsen, calificó el viaje de Vance como ‘una falta de respeto’ y declaró:

“Estamos en un tiempo en el que nos sentimos presionados. Debemos estar unidos, juntos somos más fuertes”.

El interés de Trump acerca de Groenlandia, Canadá, El Canal de Panamá y Gaza suena a ‘repartirse el mundo en nombre de la paz’. Dan Smith, director del Instituto Internacional de Estudios Para la Paz de Estocolmo y Nathalie Tocci, directora del Instituto de Asuntos Internacionales italiano señalaron:

“Me suena como explícito imperialismo. Sin duda avanzamos hacia un orden de esferas de influencia. Un mundo peor que el anterior, un mundo imperial, en el cual Estados Unidos, Rusia y China se consideran potencias imperiales”.

A lo largo de la historia, muchos grupos imperialistas han llegado a considerar sus visiones de mundo como verdades universales e inviolables. Desde los cruzados cristianos hasta los yihadistas musulmanes, y desde la ocupación nazi de Europa hasta la invasión rusa de Ucrania, Israel de Palestina o China de Taiwán, el imperialismo parece estar arraigado en la naturaleza de nuestras estructuras sociales. Harvey Whitehouse, uno de los antropólogos más destacados del mundo y profesor de la Universidad de Oxford, ha dedicado su vida al estudio de los rasgos que compartimos y el vínculo social que nos une. En su último libro, Inheritance: The Evolutionary Origins of the Modern World Whitehouse argumenta que tres sesgos profundamente arraigados en la evolución humana—conformismo, religiosidad y tribalismo—han moldeado nuestra historia, impulsando transformaciones como el surgimiento de la agricultura, religiones organizadas e imperios multiétnicos. Sin embargo, estos mismos sesgos ahora están contribuyendo a destruir la cooperación y exacerbar los conflictos globales. Las políticas de Trump –desde ambiciones territoriales decimonónicas hasta el desdén por el orden internacional– pueden analizarse a través del lente teórico que propone Whitehouse:

Conformismo: ‘MAGA’. El conformismo, entendido como la tendencia a adoptar comportamientos y creencias predominantes para ganar aceptación social, opera como un mecanismo central en el movimiento Make America Great Again (MAGA). Según Whitehouse, este sesgo evolutivo favoreció la cohesión y la transmisión de prácticas adaptativas, como rituales o técnicas de supervivencia. Sin embargo, en contextos modernos, su exacerbación puede derivar en homogeneización ideológica y supresión del disenso.

La propuesta de Trump en 2019 de ‘comprar Groenlandia’ inicialmente se ridiculizó, pero luego se normalizó gracias a una narrativa repetitiva y vincularla a hitos históricos (compra de Alaska), convirtiéndose en un símbolo de lealtad al grupo. Este proceso, denominado por Whitehouse como ‘conformismo ritualizado’refuerza creencias sin exigir análisis crítico, priorizando la cohesión al grupo sobre la racionalidad. La dinámica punitiva de MAGA contra el disenso ejemplifica su carácter: políticos republicanos moderados adoptan posturas extremas para evitar marginación, mientras plataformas digitales actúan como ‘cámaras de resonancia’ que filtran información contraria y amplifican consignas polarizantes. Así, el sesgo de conformismo se transforma en una estrategia de supervivencia política, donde cuestionar la narrativa del grupo implica ser etiquetado de traidor. El conformismo, útil para la supervivencia en sociedades ancestrales, instrumentalizado en la modernidad puede provocar ‘ceguera colectiva’.

Religiosidad: ‘América Primero’. La religiosidad, entendida como la predisposición humana innata para generar creencias en entidades trascendentes y sistemas morales, ha sido un pilar evolutivo fundamental para la construcción de significado, cohesión social y coordinación entre grupos. Whitehouse afirma que las religiones institucionalizaron códigos éticos que permitieron la cooperación a gran escala. Sin embargo, en contextos modernos, este sesgo ha sido instrumentalizado por dinámicas capitalistas y tecnológicas, dando lugar a fenómenos como el nacionalismo exacerbado, cultos a líderes políticos y empresariales y teorías conspirativas.

El lema ‘América Primero’ ejemplifica cómo el nacionalismo puede transformarse en una misión sagrada. Al describir a Estados Unidos como una nación ‘bendecida por Dios’ con un destino manifiesto, Trump emplea un lenguaje que activa el sesgo religioso. Propuestas como la compra de Groenlandia—justificada como defensa de ‘intereses estratégicos’— operan como ritos simbólicosque refuerzan la narrativa de superioridad moral y excepcionalidad. Estos actos, más allá de su viabilidad práctica, sacralizan la agenda política, convirtiendo el disenso en herejía. La promesa de ‘devolver la grandeza’ a Estados Unidos funciona como un relato de salvación colectiva, donde el nacionalismo sustituye a la religión: las banderas reemplazan altares, y las consignas, a las plegarias. Esta práctica no es exclusiva de Trump. Líderes como Putin (con el ‘alma rusa’), Netanyahu (con el ‘pueblo elegido’) o Xi Jinping (con el ‘sueño chino’) utilizan tácticas análogas para fusionar identidad nacional y trascendencia. Estos casos ilustran el modo instrumental del sesgo de religiosidad, donde narrativas políticas al servicio de proyectos nacionalistas pueden derivar en mitologías que justifican abusos, exclusiones y guerras.

Tribalismo: ‘América versus el mundo’. El tribalismo, definido como la identificación intensa con un grupo que genera cooperación interna y antagonismo hacia el exterior, ha sido un mecanismo evolutivo clave para la supervivencia humana. Whitehouse explica que este sesgo natural permitió a clanes unirse frente a amenazas comunes, sentando las bases de estructuras complejas como ejércitos, sistemas legales y redes comerciales. Sin embargo, en el mundo contemporáneo, este sesgo se ha exacerbado, priorizando narrativas divisivas de ‘nosotros contra ellos’ en detrimento del bienestar global.

La obsesión de Trump con Groenlandia ejemplifica esta lógica tribal: la idea de controlar territorios y recursos para el ‘grupo propio’, ignorando soberanías externas y normas internacionales, refleja una mentalidad ancestral de expansión imperial. Al retirar a Estados Unidos de organismos internacionales como la Organización Mundial de la Salud, la Comisión de Derechos Humanos de la ONU, el Acuerdo de París contra el cambio climático y cuestionar la participación del país en alianzas como la OTAN, Trump redujo la geopolítica a un conflicto binario entre lealtad tribal y cooperación con ‘extraños’. Esta dinámica, según Whitehouse, activa el sesgo de identidad fusionada, donde el grupo se percibe como moralmente superior y su misión como trascendente. Celia Hernando, en su artículo Cinco mapas para entender por qué Trump quiere Groenlandia escribe:

“El interés expansionista en la región ártica […] es un ejemplo más de que el mundo está cambiando, y que ni las relaciones históricas, ni ser miembro de la OTAN garantizan una alianza permanente en la nueva era Trump, menos aun cuando se refiere a temas catalogados cómo de seguridad nacional”.

El tribalismo de Trump no es una excentricidad, sino una expresión moderna de este impulso ancestral. Las redes sociales amplifican prejuicios y normalizan la demonización del ‘otro’, tal como ocurre con las políticas migratorias o comerciales que priorizan intereses tribales sobre soluciones globales. Mientras estos mecanismos sigan sin regulación, los conflictos y la fragmentación aumentarán. El tribalismo, útil para la supervivencia en el pasado, hoy amenaza con reemplazar el diálogo racional por una guerra perpetua de identidades.

La postura de Trump con Groenlandia justifica que potencias como Rusia, Estados Unidos, China e Israel pueden expandirse e invadir otros países sin enfrentar consecuencias, ignorando el derecho internacional. La política de Trump debilita el sistema de alianzas y reglas que han frenado comportamientos imperialistas desde la Segunda Guerra Mundial. Su agenda política muestra un escaso interés por el internacionalismo universalista, lo que podría conducir a un mundo dominado exclusivamente por grandes potencias y sus aliados, con profundo impacto en la estabilidad y la seguridad, sobre todo para las naciones pequeñas que dependen de un orden basado en reglas. Whitehouse advierte:

“A medida que los avances tecnológicos superan a nuestros instintos sociales, el futuro de nuestro planeta pende de un hilo. ¿Podrán nuestras capacidades de cohesión y cooperación a gran escala plantarles cara a nuestros impulsos destructivos de saqueo y devastación? ¿Podrá la psicología de nuestros antepasados recolectores adaptarse a un mundo en rápida transformación donde el conformismo, la religiosidad y el tribalismo puedan convertirse en aliados en lugar de en obstáculos?”.

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