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No cometas estupideces

Aron Ralston es un montañista que durante un descenso en solitario por el cañón ‘Blue John’ en Utah, quedó atrapado luego que una roca cayera y le aplastara el brazo derecho. Sin ayuda, agua, alimento ni comunicación, su muerte era inminente. Luego de intentarlo todo para liberarse, al quinto día decidió fracturarse el antebrazo y terminar de amputarlo con una ‘navaja multiusos’. Sangrando y extremadamente débil atravesó el resto del cañón, descendió en rápel un desnivel de 20 metros y caminó 11 kilómetros hasta ser rescatado milagrosamente. Tenía una cámara de video con la que documentó su experiencia que luego plasmó en el libro Entre la espada y la pared, que sirvió de base para la película 127 Horas. Ralston comenta:

“Cuando dejé mi brazo no sentí que hubiera perdido algo, sino que gané algo, renací… Casi todos me conocen como el tipo que perdió el brazo en una montaña, pero quizás lo que no todos saben es que soy el tipo que lo cuenta con una sonrisa en la cara”.

Las cicatrices y heridas que llevamos son un recordatorio de nuestras experiencias, fortaleza y resiliencia. La psiquiatra Elisabeth Kübler-Ross es considerada uno de los personajes más influyentes del siglo XX. Su enfoque transformó radicalmente la manera en que la cultura occidental maneja el sufrimiento y la muerte. En su libro La muerte: un amanecer, afirma que todos los sufrimientos y pruebas, incluso las pérdidas más grandes, son siempre ‘regalos’. Escribió:

“Ser infeliz y sufrir es como forjar el hierro candente, es la ocasión que nos es dada para crecer y la única razón de nuestra existencia”.

Todos sufrimos. El ejercicio de la resiliencia nos permite contextualizar nuestro dolor y nuestros errores dentro de la experiencia humana, permitiendo que desarrollemos una comprensión no enjuiciadora hacia nosotros mismos y los demás. A partir de sus miles de entrevistas con pacientes moribundos y sufrimiento extremo, Kübler-Ross identificó una secuencia de etapas por las que pasan las personas al vivir estas situaciones. Escribe:

“Vi con mucha claridad cómo todos mis pacientes moribundos, en realidad todas las personas que sufrían una pérdida pasaban por fases similares. Comenzaban con un estado de fuerte conmoción y negación, luego indignación y rabia, y después aflicción y dolor. Más adelante regateaban con Dios; se deprimían preguntándose ‘¿Por qué yo?’. Y finalmente se retiraban dentro de sí mismos durante un tiempo, aislándose de los demás mientras llegaban, en el mejor de los casos, a una fase de paz y aceptación”.

Gracias al registro detallado, la documentación existente, y sus propios relatos, el accidente de Aron Ralston permite sintetizar un proceso universal de cambio profundo aplicable a transformaciones personales, organizacionales y sociales.

Antes del Accidente. Aron Ralston era un individuo con una fuerte inclinación hacia la aventura y el riesgo, combinando su formación académica con su pasión por la naturaleza. Se graduó en Ingeniería Mecánica y Francés en la Universidad Carnegie Mellon en 1997, y trabajó durante cinco años en Intel como ingeniero mecánicoEn 2002, a los 26 años, renunció a la empresa debido a su insatisfacción con la vida corporativa. Se mudó a Aspen, Colorado, para dedicarse por completo a actividades al aire libre, como el montañismo y el rafting, convirtiéndose en guía de estas disciplinas. El 26 de abril de 2003, decidió realizar una excursión en solitario al cañón Blue John, en Utah, sin informar a nadie sobre sus planes. En palabras de Ralston:

“Llevaba años escalando cañones, tenía experiencia de sobra. Aquel paseo por Blue John parecía una ruta sencilla, sin consecuencias. ¿Qué podía salir mal?”.

Evento disruptivo. Mientras Ralston intentaba descender por una grieta de menos de un metro de ancho, una roca se desestabilizó. ’Pasé de flotar en una euforia total, sintiéndome libre en ese paisaje impresionante, a… ¡mierda!’‘Caí en cámara lenta, miré hacia arriba y ahí estaba: la roca se desprendía. Intenté esquivarla, pero me golpeó y aplastó mi mano derecha’. Quedó atrapado, con el brazo herido bajo una roca de 360 kilos. ‘¿Un momento de incredulidad?’, se ríe con ironía. ‘Fue casi cómico, por lo absurdo’. La agonía llegó al instante: ‘Si alguna vez te has apretado un dedo con una puerta… multiplica ese dolor por cien’. En un arranque de furia, maldijo durante 45 minutos. Luego, buscó su botella de agua. Al beber, se detuvo y pensó: ‘Esta agua es mi única esperanza’. Sabía que, al no haber avisado a nadie de su ubicación, el rescate era imposible. En sus palabras:

“Cerré la botella y respiré hondo. La fuerza bruta no serviría. Era hora de pensar”.

Explorar opciones. ‘Tenía que resolver cómo salir de aquí’. Detenerse, analizar la situación, evaluar recursos y trazar una estrategia. Descartó de plano la opción más extrema —el suicidio—, pero la siguiente alternativa menos extrema emergió claramente. ‘Tuve un diálogo alucinante conmigo mismo: —Aron, vas a tener que cortarte el brazo. —¡No pienso hacerlo! —Amigo, no tienes elección —insistía mi voz interna. Era un conflicto interno entre la razón y la desesperación´. En un instante de claridad, intentó racionalizar el horror: ‘Espera… ¿Estoy hablando solo? Esto es una locura. ¡Deja de hacerlo, Aron!’. Pero la conversación continuaba, ahora con un propósito. En sus palabras:

“Me repetía frases cortas, como mantras, para no perder el conocimiento: Mantén los ojos abiertos. No te rindas. Sobrevive”.

Experimentación activa. Pasó dos días intentando sin éxito desgastar la roca con su navaja multiusos y tratando de construir un sistema de poleas para levantarla, pero era imposible dado la elasticidad de las cuerdas. Ralston colocó la hoja del cuchillo sobre su brazo y descubrió, con desesperación, que estaba tan desafilada que ni siquiera era capaz de cortar el vello de su piel. En la película 127 Horas, se dramatiza el momento en que Ralston comprende que debe usar la navaja como daga en lugar de sierra. La cámara sigue el trayecto de la hoja hacia su carne, deteniéndose abruptamente al chocar con el hueso. Esta escena, descrita por Ralston como ‘hermosa’ en su crudeza, refleja su experiencia real: recordaba vívidamente el tacto del metal contra el hueso, instante que le hizo asumir su mortalidad. En sus palabras:

“‘Vas a morir aquí’. Pasé del triunfo de hallar una solución al vacío de entender que el cuchillo no atravesaría el hueso, como tampoco pude romper la roca. Era un callejón sin salida literal”.

Aceptar el peor escenario. Al quinto día de su agonía, deshidratado y sobreviviendo a base de su propia orina, Ralston alcanzó un estado de resignación al asumir que moriría en ese lugar. En medio de la oscuridad, con temperaturas cercanas a los 3 °C y alucinaciones provocadas por el hambre, experimentó una visión que marcó un punto de inflexión. En un testimonio posterior, describió haber tenido una experiencia extracorpórea en la que se vio a sí mismo interactuando con un niño pequeño: “Me vi jugando con un niño, levantándolo con mi brazo derecho… el mismo que ya no tenía mano. Él me miraba y preguntaba: ‘¿Papá, podemos jugar ahora?’”. Este momento, le hizo reflexionar sobre su futuro y la posibilidad de sobrevivir para convertirse en padre. Escribe:

“Ese niño era mi futuro hijo. Entendí que, si quería conocerlo, debía salir de allí”.

Revelación y decisión radical. En la mañana del quinto día, Ralston experimentó un estallido de rabia que lo llevó a una revelación clave: podía arrojarse contra la roca para fracturar sus propios huesos. Este acto, descrito por él como ‘eufórico’, fue fundamental. ‘El desapego ya había ocurrido en mi mente: [el brazo] es un lastre, te va a matar, deshazte de él’. Tras fracturar sus huesos, tardó una hora en cortar la carne con su navaja multiusos. ‘Agarrar, apretar, retorcer, arrancar’. La tensión hace que el tejido se desgarre. Un proceso que definió como ‘un sonido horrible, pero para mí era liberador’. La narrativa de Ralston, tanto en su autobiografía como en la película, destaca que abordó la situación como ‘una serie de problemas a resolver’, pragmático y sin autocompasión. Al lograr amputarse plenamente el brazo exclamó: ‘¡Soy libre! Es la sensación más sobrecogedora que he experimentado nunca en la vida’. Cuando se le preguntó por qué la solución surgió de la ira y no de su racionalidad característica, respondió:

“La resiliencia tiene que ver con la flexibilidad. No se trata solo de ejercitar tus fortalezas […] también se trata de ejercitar lo que no son tus fortalezas”.

Acción consciente. Se había liberado de la roca, pero seguía atrapado en el fondo del cañón, sangrando profusa y extremadamente débil. Su camioneta se encontraba a 27 kilómetros de distancia, un trayecto que, en su estado crítico, parecía imposible. ‘Tenía que pensar muy bien cómo salir de ahí en esas condiciones’. Sabía que, sin detener la hemorragia, moriría desangrado antes de recibir ayuda médica. Usando su experiencia en escalada, improvisó un torniquete con un tubo de su mochila y una cuerda para reducir el flujo de sangre en el muñón. La grieta tenía paredes verticales, por lo que tenía que escalar. ‘Podía intentar escalar, pero sin fuerza ni equilibrio, era una sentencia de muerte’. Así que optó por caminar por el fondo de la grieta para buscar una salida. En sus palabras:

“Sabía que cada paso podía ser el último. Pero algo en mí insistía: ‘Si te detienes, morirás aquí’”.

Compromiso absoluto. Con el 25% de su sangre perdida, deshidratación severa y su muñón sangrando bajo un torniquete improvisado, Ralston avanzó con una determinación férrea. ’Me arrastraba entre las rocas, escupiendo bilis, hasta que vi una grieta que parecía una salida’. Sin embargo, ahora tenía que descender por un acantilado de 20 metros. Con las cuerdas residuales y un mosquetón, se aseguró a una roca y bajó centímetro a centímetro, usando los dientes para tensar los nudos. ‘Cuidado Aron, tranquilo. No cometas estupideces’. Al pie del risco, halló un charco de agua turbia: ‘Bebí como si fuera néctar. Sabía que, sin eso, no resistiría ni una hora más’. Calculó que caminando a 2 km/h, tardaría 13 horas en llegar a su camioneta. Pero su cuerpo colapsaba: el corazón latía a 180 pulsaciones por minuto, la visión se nublaba y las alucinaciones lo asaltaban —veía a su futuro hijo diciéndole ‘sigue, papá’—. De pronto tres turistas holandeses lo divisaron: ‘Me dieron agua y galletas. Uno corrió a buscar ayuda’. Pero el milagro no terminó ahí. Días antes su madre había tenido ‘un presentimiento’ y había activado la búsqueda. Ralston fue rescatado por un helicóptero aproximadamente cuatro horas después de haberse amputado el brazo. ‘Si me hubiera amputado el brazo antes, me habría desangrado antes de que me encontraran. Si no lo hubiera hecho, me habrían hallado muerto’. Ralston comenta que esta escena en la película 127 Horas, lo conmueve profundamente:

“Cuando veo ese helicóptero lo que veo es a mi madre, porque ella hizo que el rescate sucediera”.

Transformación y nueva misión: La odisea de Aron Ralston en el cañón Blue John no solo reescribió sus límites físicos, sino que fracturó su identidad de ‘invencible’. La lección más radical surgió tras el rescate: ‘El amor no es una debilidad, es el oxígeno que me mantuvo vivo. Sin los lazos con mi familia y amigos, habría sido solo un esqueleto en el cañón’. En febrero de 2010, nació su hijo Leo, coronando la epifanía que tuvo durante su encierro: ‘Leo no es solo mi hijo. Es la encarnación de la promesa que me hice: sobrevivir para amar y ser amado’. El nombre Leo (‘león’ en latín) simboliza para él una fuerza distinta a la que antes idolatraba: ‘No es la del individualismo, sino la que nace de los vínculos’. Cada año, Ralston visita el lugar del accidente. Toca la roca que lo atrapó, no con rencor, sino como ‘un recordatorio táctil: la libertad no está en escapar de las trampas, sino en abrazar lo que nos une’. Su prótesis, aunque imperfecta, es un emblema de dualidad: ‘Es mi salvación y mi cicatriz. Me devolvió la vida, pero también me enseña que la autosuficiencia es un espejismo’. Aunque aún busca la soledad en montañas y ríos, ahora lo hace acompañado. ‘Antes escalaba para probarme; hoy, lo hago para compartir la belleza que casi me arrebatan’. Ralston rechaza el título de ‘superviviente heroico’. En sus palabras:

El verdadero heroísmo está en aceptar que dependemos de otros. La fuerza no se mide en metros escalados, sino en conexiones cultivadas. Las relaciones son el camino hacia la madurez”.

El mundo, donde sea o como sea que vivamos, se nos presenta como una serie constante de incertidumbres y desafíos. Sin embargo, la forma en que interpretamos lo que nos ocurre, hace la diferencia. El compromiso con la vida no requiere que tengamos que eliminar antes el dolor. Más bien requiere lo contrario: abrirnos a la alegría y al dolor que se deriva de vivir nuestra vida como quiera que sea. La experiencia extrema que tuvo que enfrentar Ralston le permitió descubrir una fuerza interior y una voluntad de vivir que no había reconocido plenamente antes. Su historia, enfatiza la importancia de enfrentar los desafíos con determinación y perspectiva positiva. Destaca que la adversidad puede revelar lo que es verdaderamente importante en la vida y que cada individuo tiene la capacidad de superar obstáculos aparentemente insuperables. ‘Perder mi brazo me enseñó que la verdadera libertad no está en escapar de las trampas, sino en abrazar la fragilidad y pedir ayuda’. Hoy Ralston comparte su experiencia en charlas que realiza por todo el mundo. Reflexiona:

“La roca que me atrapó no fue mi enemiga. Fue la maestra que me enseñó a vivir. Todos estamos atrapados en algún ‘cañón’ mental o físico. La salida no está en luchar solo, sino en reconocer que el amor —el de otros y el que nos damos a nosotros mismos— es la cuerda que nos puede sacar del abismo. La próxima vez que sientas que el mundo se derrumba, pregúntate: ¿A quién amo? ¿Quién me ama? Ahí está tu fuerza”.

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