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Fe y duda

Cuando un papa fallece, se inicia un proceso meticulosamente estructurado para elegir a su sucesor, conocido como cónclave—término que proviene del latín ‘cum clave’, que significa ‘bajo llave’—. Este ritual, regulado por la constitución apostólica promulgada en 1996 por el papa Juan Pablo II, reúne a los cardenales menores de 80 años en la Capilla Sixtina del Vaticano. El proceso de elección es riguroso y sigue una serie de normas y tradiciones que abarcan desde el lugar de reunión hasta las votaciones y deliberaciones. El cónclave no es solo un procedimiento administrativo; es una manifestación de fe profunda. Los cardenales confían en que el Espíritu Santo guiará sus decisiones para elegir al líder espiritual de más de mil millones de católicos en todo el mundo. Sin embargo, este proceso también refleja tensiones humanas: ambiciones personales, alianzas políticas y debates sobre el futuro de la Iglesia.

La película Cónclave, dirigida por Edward Berger y basada en la novela homónima de Robert Harris, se centra en la inesperada muerte del papa y explora las complejidades del ritual milenario para elegir al sucesor. Ralph Fiennes interpreta al cardenal Thomas Lawrence, decano del Colegio de Cardenales, quien asume la tarea de dirigir el cónclave en medio de una profunda crisis de fe personal. Lawrence, debe liderar un grupo de cardenales divididos entre posturas tradicionalistas y progresistas, que representan corrientes existentes en la Iglesia. Con la reunión de los cardenales en la Capilla Sixtina, se desata una intensa batalla de voluntades, influencias y secretos. A medida que avanza la trama, se revelan alianzas ocultas, traiciones y motivos personales de cada candidato, creando un ambiente de suspenso y tensión constante. En el sermón de apertura, el cardenal Lawrence reflexiona sobre la naturaleza de la fe y la duda, destacando la humanidad inherente en la figura del papa:

“Nuestra fe es algo vivo precisamente porque va de la mano con la duda. Si solo hubiera certeza y no duda, no habría misterio. Y, por lo tanto, no habría necesidad de fe. Oremos para que Dios nos conceda un Papa que dude. Y que nos conceda un Papa que peque, pida perdón y persevere”.

El director Edward Berger describe que Cónclave entrelaza dos narrativas principales: el proceso de elección de un nuevo papa y la crisis de fe personal del cardenal Lawrence. En la entrevista We create gods because the world is chaos realizada por Catherine Shoard para The Guardian, los actores Ralph Fiennes, John Lithgow y Stanley Tucci reflexionaron sobre la atracción humana hacia la fe. Fiennes comentó:

“Se trata de buscar respuestas. La vida es caótica, impredecible. Los seres humanos buscan una coherencia interna, y la fe a menudo ofrece guías útiles o normas morales. Aunque la Iglesia católica ha cometido errores y tiene rincones oscuros, todas las estructuras de poder tienden a ello. La fe une a las personas y proporciona a las comunidades un sentido de coherencia.”

La narrativa de Cónclave cautiva con su representación del proceso de elección papal, pero también aborda indagaciones culturales y filosóficas más amplias sobre la naturaleza de la fe y la duda. Así como los cardenales en la película enfrentan sus propias incertidumbres y buscan guiar a la Iglesia a través de tiempos turbulentos, la sociedad en su conjunto también busca significado y dirección en una era marcada por cambios rápidos y secularización. Este paralelismo nos invita a explorar cómo la religión ha moldeado históricamente nuestro paisaje moral y qué podría deparar el futuro a medida que las creencias tradicionales son cuestionadas y reevaluadas.

La religión no es simplemente una adición opcional al repertorio cultural, como muchos ateos podrían suponer. La historia de la religiosidad humana es, en esencia, un esfuerzo constante por encontrar sentido a nuestra existencia. El antropólogo social Harvey Whitehouse, en su libro Inheritance: The Evolutionary Origins of the Modern World, argumenta que la religión es un subproducto inevitable de la evolución de nuestros cerebros. A lo largo de los milenios, ha desempeñado un papel crucial al permitir nuevas formas de liderazgo y facilitar la articulación de sistemas sociales cada vez más complejos. Este proceso ha llevado a la humanidad a transitar por diversas etapas: desde el culto a los antepasados y sistemas de autoridad heredada, pasando por la realeza divina, hasta el desarrollo de las grandes religiones moralizantes que predominan en gran parte del mundo actual.

Aunque en sociedades cada vez más secularizadas la influencia de las religiones que han moldeado nuestra cultura puede pasar desapercibida, sus principios fundamentales siguen impregnando nuestras normas éticas y morales. El historiador británico Tom Holland, en su obra Dominio: Una nueva historia del cristianismo, analiza cómo el cristianismo ha moldeado profundamente la civilización occidental. Holland sostiene que muchos de los valores y conceptos que hoy consideramos universales—como los derechos humanos, la igualdad y la compasión por los desfavorecidos—tienen sus raíces en la tradición cristiana. Por ejemplo, la idea de que es más noble sufrir que infligir sufrimiento, o la preocupación por los marginados y oprimidos, son actitudes que, según Holland, derivan directamente de la revolución moral que supuso el cristianismo. En sus palabras:

“Vivir en un país occidental es vivir en una sociedad completamente saturada de suposiciones y conceptos cristianos. Esto es igual de cierto para los judíos o los musulmanes que para los católicos o los protestantes. Dos mil años después del nacimiento de Cristo, no hace falta creer que resucitó de entre los muertos para asombrarse ante la formidable —de hecho, la ineludible— influencia del cristianismo”.

Holland afirma que movimientos contemporáneos, como el feminismo, el socialismo y la defensa de los derechos humanos, aunque a menudo se perciben como laicos o incluso antirreligiosos, están profundamente influenciados por la ética cristiana. En esencia, propone que gran parte de la moralidad y los valores occidentales actuales son inconcebibles sin la herencia cristiana que los sustenta. Escribe:

“Nietzsche no era el primero cuyo nombre se convertía en sinónimo de ateísmo, pero nadie –ni Spinoza ni Darwin ni Marx- se había atrevido a contemplar de un modo tan directo e implacable lo que el asesinato de su dios podía implicar para una civilización”.

Friedrich Nietzsche, al proclamar ‘Dios ha muerto’, se refería a la pérdida de fe en valores absolutos y en un orden moral respaldado por la religión. En El ocaso de los ídolos, advierte sobre las implicaciones de abandonar la fe cristiana:

“Cuando uno abandona la fe cristiana, se quita de debajo de sus pies el derecho a la moral cristiana. Esta moral no es en absoluto evidente por sí misma… El cristianismo es un sistema, una visión global de las cosas pensadas en conjunto. Al separar de él un concepto principal, la fe en Dios, se rompe el todo”.

Según Nietzsche, sin el cristianismo, las reglas morales vinculantes que antes regían nuestras vidas pierden su fundamento, dejando a la humanidad sin un propósito espiritual superior. Este vacío podría conducir al nihilismo, una perspectiva que Nietzsche temía profundamente. En La voluntad de poder, escribió:

“Lo que cuento es la historia de los próximos dos siglos. Describo lo que está por venir, lo que ya no puede venir de otra manera: el advenimiento del nihilismo… Desde hace algún tiempo, toda nuestra cultura europea se está moviendo hacia una catástrofe”.

Nietzsche veía el nihilismo como una fuerza corrosiva capaz de desmantelar las instituciones que brindan estabilidad a nuestras vidas. Para contrarrestar este vacío de sentido, proponía afirmar la vida y convertirla en una obra de arte, buscando posibilidades y evitando caer en el sinsentido. Estas reflexiones destacan la preocupación de Nietzsche por las consecuencias de la pérdida de fundamentos religiosos en la moralidad y el sentido de la vida, así como su llamado a la humanidad para crear nuevos valores en ausencia de un fundamento divino.

En la película Cónclave, hay una escena significativa en la que el Cardenal Lawrence, se encuentra en la Capilla Sixtina y dirige su mirada hacia el mural El Juicio Final de Miguel Ángel. Su atención se centra en la figura de un alma condenada, encorvada y angustiada, arrastrada al infierno por demonios. Este momento refleja la agitación espiritual de Lawrence, simbolizando las profundas cuestiones teológicas y organizativas que enfrenta él y la Iglesia en ese contexto. Fiennes expresó su perspectiva:

“Me gustaría pensar que la iglesia evolucionará mediante el diálogo interno. Que puede ser una fuerza positiva. Pero creo que la evolución de la iglesia será difícil y ardua. Nuestro camino por la vida es una evolución constante, tanto con nosotros mismos como con quienes conectamos. Siempre existen trampas para nosotros como individuos, con nuestro ego y nuestra ansiedad. Lo mejor de la iglesia, de cualquier fe, de cualquier estructura, o simplemente de tu terapeuta, reside en ayudarnos mutuamente a afrontar el mundo”.

En una época marcada por realineamientos geopolíticos significativos, crisis ambientales, desigualdades económicas extremas y la proliferación de la posverdad, nuestros valores, que antes considerábamos universales, se revelan menos compartidos de lo que creíamos. Frente a estos desafíos globales, es esencial preguntarnos: ¿Hacia dónde nos dirigimos? ¿Cuál es el propósito de los sistemas que hemos establecido? La ausencia de un marco ético sólido y universalmente aceptado que nos guíe en la confrontación de estos retos es evidente. Quizá la reintegración moral sea el desafío principal de este siglo: establecer una ética planetaria y responsable que oriente nuestras mentes y recursos hacia la sostenibilidad, la justicia y el bien común, sin olvidar el sentido de nuestros sistemas. El novelista británico Julian Barnes, ateo en su juventud y agnóstico en su madurez, inicia su libro Nada que temer con la frase:

“No creo en Dios, pero le echo de menos”.

En un mundo donde las certezas tradicionales parecen desvanecerse, la búsqueda de sentido sigue siendo una constante universal. Ya sea a través de la espiritualidad, la religión, la filosofía o el arte, los seres humanos continúan buscando respuestas a las preguntas fundamentales sobre el propósito y la trascendencia. Tal vez, como sugiere Barnes, echar de menos a Dios sea una señal de nuestra necesidad inherente de conexión, significado y esperanza.

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