
Oligarquías
En un contexto de crecientes desigualdades y debates sobre la influencia de multimillonarios tecnológicos en la política mundial, el expresidente Joe Biden, en su discurso de despedida de la Casa Blanca advirtió: ‘hoy está tomando forma en Estados Unidos una oligarquía de extrema riqueza, poder e influencia que realmente amenaza toda nuestra democracia, nuestros derechos básicos y nuestra libertad’, y denunció la consolidación de un ‘complejo industrial tecnológico ultrarrico’ que podría ganar un poder sin control. Señaló:
“La verdad es sofocada por mentiras contadas por el poder y por el beneficio. Debemos pedir cuentas a las redes sociales para proteger a nuestros hijos, a nuestras familias y a nuestra democracia del abuso de poder”.
La advertencia de Biden adquirió mayor relevancia días después, durante la toma de posesión de Donald Trump, cuando figuras como Elon Musk, Jeff Bezos y Mark Zuckerberg ocuparon lugares destacados en la ceremonia. Su presencia no fue anecdótica: simbolizó la visibilidad de una élite cuyos recursos financieros y control sobre plataformas digitales les otorgan una influencia sin precedentes en la política. Esta visibilidad se tradujo en acciones directas: semanas después, Zuckerberg anunció un giro estratégico para Meta Platforms —el gigante detrás de Facebook, Instagram y WhatsApp—. La compañía, afirmó, rompería su alianza con organizaciones independientes dedicadas a verificar la veracidad de la información en sus plataformas y promovería activamente contenido político en sus redes. Según reportó Bloomberg, mientras detallaba planes para eliminar restricciones en temas sensibles como inmigración y género, Zuckerberg lucía un reloj Greubel Forsey ‘Hand Made 1’, valorado en 895.500 dólares. Un símbolo de opulencia en un contexto de creciente desigualdad. El CEO de Meta enfatizó su intención de:
“…trabajar con el presidente Trump para contrarrestar a los gobiernos de todo el mundo que están atacando a las empresas estadounidenses y presionando para censurar más”.
De forma similar, luego de la reelección de Trump, la revista Forbes, estimó que Elon Musk sumó 54.000 millones de dólares a su patrimonio neto. Esto debido fundamentalmente al aumento en el precio de las acciones de sus empresas. Musk desplegó todo su poder económico y de persuasión en la campaña de Trump y aportó directamente con alrededor de doscientos millones de dólares. En este ambiente, el debate sobre la influencia del poder económico se ha intensificado. Dan Schnur, profesor de la Universidad de California en Berkeley, dijo en una entrevista:
“Es imposible imaginar cuánta influencia podría tener Elon Musk en esta administración porque no hay precedentes. Podría haber gastado más de mil millones de dólares y aun así habría sido una inversión increíblemente inteligente para él”.
Trump anunció que Musk liderará un comité asesor denominado Departamento de Eficiencia Gubernamental (DOGE, como el nombre de la criptomoneda que Musk promociona). Recientemente Musk señaló respecto de Doge:
“En realidad, estamos tratando de ser lo más transparentes posible. No conozco ningún caso en el que una organización haya sido más transparente que la organización Doge”.
Steven Levitsky, profesor de Harvard y coautor del libro Cómo mueren las democracias, señaló en una entrevista con El País:
“El hecho de que Elon Musk, el hombre más rico del mundo, sea el segundo hombre más importante de Estados Unidos, es infernal. Trump ha sido claro en que está dispuesto a utilizar el Estado como arma para premiar a los amigos y castigar a los enemigos del viejo régimen. Es un estilo patrimonialista. Zuckerberg solo ve qué impacto puede tener Trump en sus negocios; Bezos, Tim Cook, Harvard, Disney lo mismo, no quieren problemas”.
Expertos en política y economía han abordado este fenómeno desde perspectivas históricas y teóricas. Jeffrey Winters, profesor de ciencias políticas de la Universidad de Northwestern, lleva años dedicado a estudiar el poder de la riqueza y cómo esta se transforma en influencia política. En su libro Oligarquía, define a un oligarca como una persona que alcanza un nivel económico tal que le permite ‘pagar’ para defender su riqueza. Winters afirma que todas las democracias liberales de la actualidad son, al mismo tiempo, oligarquías. Históricamente, los oligarcas defendían su riqueza con ejércitos privados; hoy usan instituciones estatales y mecanismos legales. Este fenómeno no es nuevo: ya en Atenas y Roma, cuando la palabra oligarquía apareció por primera vez, siempre se refería al poder de esas pocas personas que tienen una enorme riqueza e influyen desmesuradamente en el curso de la política. Nicolás Maquiavelo, cuyo legado en la historia es tal que el estudio de la política se suele dividir en un antes y después, sabía que la naturaleza humana es compleja. En Los discursos sobre la primera década de Tito Livio, escribió:
“Los hombres proceden de distinta manera para alcanzar el fin que cada uno se ha propuesto, esto es, gloria y riquezas”.
En este texto, Maquiavelo reflexiona sobre la ambición humana y su relación con la política, destacando que, aunque los fines (gloria y riquezas) pueden ser comunes, los medios varían según las capacidades, circunstancias y el carácter de los individuos. Maquiavelo leyó y releyó respecto de las instituciones y la vida política de la República romana, a partir de lo cual comenzó a extraer una serie de enseñanzas y experiencias que creyó podían adaptarse a la vida de su Florencia. En Discursos escribió:
“En toda república hay dos espíritus contrapuestos: el de los grandes y el del pueblo y todas las leyes que se hacen en pro de la libertad nacen de la desunión entre ambos, como se puede ver fácilmente por lo ocurrido en Roma”.
La oligarquía permite que la sociedad sea cada vez más desigual, ya que el principal interés de los oligarcas es concentrar más riqueza en sus propias manos. Hace 25 años, se necesitaban cientos de oligarcas para igualar la riqueza del 50% más pobre del mundo. Hoy, unos 50 oligarcas tienen tanta riqueza como los 4.000 millones de personas más pobres del mundo. El informe Desigualdad S.A. de Oxfam (2024) destaca que, desde 2020, la riqueza conjunta de los cinco hombres más ricos del mundo se ha duplicado, mientras que la riqueza acumulada de cerca de 5.000 millones de personas a nivel global ha disminuido. Amitabh Behar, director ejecutivo de Oxfam, en una entrevista señaló:
“A este ritmo, se necesitarán 230 años para erradicar la pobreza; sin embargo, en tan solo 10 años, podríamos tener nuestro primer billonario”.
Aunque tradicionalmente se asocia la desigualdad a regímenes no democráticos, la realidad es que incluso las democracias liberales presentan niveles alarmantes de inequidad. Durante los últimos 250 años, los oligarcas han utilizado su poder para moldear sistemas legales y políticos que favorecen la concentración de la riqueza. Como explica Winters:
“Muchos oligarcas de todo el mundo financian centros de investigación, institutos y departamentos de Economía en las principales universidades para difundir la idea de que sin oligarcas y sin riqueza concentrada no se crearán puestos de trabajo y las economías se derrumbarán”.
Estos grupos junto con destacar los beneficios de la innovación y filantropía de los superricos promueven dogmas como la ‘eficiencia del mercado’, la idea de que ‘los impuestos a los ricos dañan la economía’ y la teoría del chorreo —según la cual los beneficios de los más ricos terminan alcanzando a toda la sociedad—. Sin embargo, su argumento más persuasivo para justificar las desigualdades es de índole moral: ‘la meritocracia’. Esta idea transmite el equivocado mensaje de que, si eres talentoso, decidido, trabajador y motivado, nada puede impedirte tener éxito, pero si no lo logras el problema eres tú. La meritocracia esencialmente divide a la población humana en exitosos y fracasados. El sociólogo británico Michael Young en su libro The Rise of the Meritocracy, realizó una sátira ambientada en el año 2034 en que existía una clase dominante meritocrática, definida por la fórmula ‘coeficiente Intelectual + esfuerzo = mérito’. En esta sociedad ficticia se reemplazaba a la democracia por el gobierno de los más capaces. Young criticaba este modelo, argumentando que, a medida que la riqueza reflejaba cada vez más la distribución del talento natural y los ricos se casaban entre sí, la sociedad inevitablemente se dividiría en dos. Un mundo distópico en el que:
“Los talentosos saben que el éxito es una justa recompensa por su propia capacidad, su propio esfuerzo, y en el que las clases bajas saben que han fallado en todas las oportunidades que se les ha dado. Si han sido etiquetados como ‘tontos’ repetidamente, ya no seguirán reclamando”.
El Nobel de Economía Joseph Stiglitz en El precio de la desigualdad descarta la meritocracia como justificación de las grandes disparidades en ingresos y riqueza. Argumenta que esta visión ignora cómo factores sistémicos y estructurales restringen las oportunidades para muchos. Stiglitz escribe:
“El 90% de los que nacen pobres, mueren pobres, por más inteligentes y trabajadores que sean, y el 90% de los que nacen ricos mueren ricos, por idiotas y haraganes que sean. Por ello, deducimos que el mérito no tiene ningún valor”.
En el artículo Los ricos no deben ser los héroes de la sociedad, publicado en El País, El Nobel de Economía Daron Acemoğlu, critica que nuestra sociedad ha convertido a multimillonarios tecnológicos en personas excepcionalmente poderosas social, cultural y políticamente.En el pasado, el poder estaba asociado con la fuerza física o las hazañas militares, mientras que hoy, está arraigado en el estatus o el prestigio que da el poder de la billetera. Escribe:
“Más que la simple riqueza es que estos multimillonarios en particular son vistos como genios empresariales que exhiben niveles únicos de creatividad, osadía, visión de futuro y experiencia en un amplio rango de temas”.
Las fuentes del estatus varían notablemente entre una sociedad y otra, al igual que el grado en que se distribuye de manera inequitativa. En una sociedad en que ‘riqueza es estatus’, es inevitable que los ultrarricos se vuelvan locos por amasar una fortuna cada vez mayor. Mientras más aceptemos el paradigma que ’riqueza es estatus’, más llegamos a aceptar la supremacía de los multimillonarios tecnológicos influyendo en política. Cuanto mayor es el estatus, más fácil se hace persuadir a los demás. En palabras de Winters:
“La razón por la que tenemos oligarquía es por el poder de la riqueza concentrada. Así que, independientemente de que el país sea autoritario o democrático, la presencia de oligarcas está determinada por dos cosas: la concentración del poder de la riqueza y la capacidad de convertir ese poder en influencia política”.
La reflexión sobre el poder y sus riesgos no es nueva. Nicolás Maquiavelo, con su brutal franqueza, abordó los dilemas morales inherentes al ejercicio del poder. Para él, tres fuerzas fundamentales influyen en la vida política: la fortuna, la virtud y la gloria. La fortuna se entiende como el azar y la suerte, la virtud se relaciona con la voluntad y las acciones humanas para superar las adversidades, y la gloria representa la trascendencia y el bien común. En Discursos, Maquiavelo escribió:
“No se llamará virtud la matanza de sus conciudadanos, la traición de sus amigos, la deslealtad, la falta absoluta de humanidad y la carencia de religión: son estos medios de adquirir el imperio, pero no la gloria”.
El historiador y político británico Lord Acton, en 1887 estaba debatiendo con un obispo sobre los reyes y los papas y no faltaban ejemplos, históricos y modernos, de gobernantes con un poder absoluto que habían actuado de forma horrible. En su célebre frase conocida como ‘dictum de Acton’ dijo:
“El poder tiende a corromper y el poder absoluto corrompe del todo. Los grandes hombres son casi siempre hombres malos, incluso cuando ejercen su influencia y no la autoridad; y todavía más cuando se les añade la tendencia o la certeza de la corrupción por la autoridad. No hay peor herejía que el momento en que el puesto santifica a la persona que lo ocupa”.
El poder y quienes lo ejercen no está por completo desligado de la época y sus valores dominantes. Los innovadores ricos y tecnológicamente expertos que salvan al mundo del desastre inminente son una marca de nuestra sociedad. Sin embargo, resulta difícil creer que la riqueza pueda ser una medida perfecta del mérito o la sabiduría, mucho menos un indicador útil de autoridad. La riqueza siempre es de alguna manera arbitraria. El auge de las plataformas tecnológicas plantea nuevos desafíos para la gobernanza democrática en la era digital. La creciente concentración del poder en manos de unos pocos ‘tecnoligarcas’ genera interrogantes sobre la capacidad de las democracias para salvaguardar la soberanía individual y nacional. Es urgente conciliar la influencia global de las empresas tecnológicas con los procesos democráticos locales en un mundo cada vez más digital. Aunque siempre existirán individuos con mayor influencia, es imperativo preguntarse: ¿Cuánto poder es demasiado? Acemoğlu advierte:
“Necesitamos empezar a tener una conversación seria sobre lo que deberíamos valorar, y cómo podemos reconocer y recompensar los aportes de quienes no manejan fortunas gigantescas.”
El debate sobre la oligarquía y la concentración del poder sigue siendo uno de los temas más urgentes de nuestra era. Resolverlo dependerá de la capacidad de nuestras democracias para adaptarse y responder a un mundo en constante transformación.