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Pegamento invisible

William Muir, biólogo evolutivo de la Universidad de Purdue, en la década de 1990, quiso comparar los efectos de la selección individual versus la selección grupal en la productividad y la dinámica social de gallinas ponedoras. Para ello, diseñó un experimento que permitiera determinar si priorizar el rendimiento individual o el grupal genera sistemas más productivos y sostenibles a largo plazo. Su hipótesis era que, al criar continuamente a las gallinas más productivas generación tras generación, se desarrollaría una población de mayor calidad. Muir dividió a las gallinas en dos grupos, cada uno sometido a un criterio de selección distinto durante seis generaciones:

  • Selección grupal: El enfoque era priorizar la cooperación y el equilibrio del grupo. Seleccionaba y reproducía a todas las gallinas de las jaulas con mayor productividad colectiva (es decir, el total de huevos por jaula).
  • Selección individual: En este caso, se buscaba maximizar el éxito individual, ignorando las interacciones grupales. En cada generación, seleccionaba y reproducía a las gallinas más productivas individualmente (aquellas que ponían más huevos).

La productividad de ambos grupos era fácil de medir, ya que consistía únicamente en contar huevos. Tras seis generaciones, los resultados fueron sorprendentes:

  • Selección grupal: Las gallinas se mostraron más tranquilas y cooperativas, llegando a establecer jerarquías sólidas. Su producción aumentó un 160% respecto al inicio, manteniéndose de forma sostenida y con baja mortalidad, gracias a una dinámica social armónica y a la ausencia de agresiones extremas.
  • Selección individual: Las denominadas ‘super gallinas’ se volvieron hipercompetitivas, agresivas y caníbales. Aunque inicialmente la producción de huevos fue alta, esta disminuyó drásticamente debido al estrés, las lesiones y la alta mortalidad. Solo tres de las nueve gallinas originales sobrevivieron.

En el artículo Group Selection for the Improvement of Chicken Behavior, Muir concluyó que centrar la selección únicamente en la eficiencia o productividad individual favorece rasgos —como la agresividad— que, si bien pueden mejorar el desempeño de ciertos individuos, terminan perjudicando el rendimiento colectivo. Escribe:

“Si seleccionas solo por el individuo, terminas con un sistema que funciona peor para todos”.

David Wilson, biólogo evolutivo de la Universidad de Binghamton, ha utilizado los experimentos de Muir para respaldar la teoría de la selección multinivel, la cual sostiene que la evolución actúa no solo a nivel individual, sino también a nivel de grupos. Wilson argumenta que, aunque la teoría evolutiva tradicional se ha enfocado en la selección natural a nivel individual, en muchos sistemas biológicos y sociales es fundamental considerar y fomentar la evolución grupal; promover la cooperación, reducir los conflictos y, en última instancia, impulsar el bienestar de todos los integrantes del grupo. Para Wilson, las características que favorecen la supervivencia y el éxito del grupo pueden ser seleccionadas, incluso si no representan la ventaja más inmediata a nivel individual. Además, sostiene que el altruismo es tan ‘natural’ como el egoísmo y resulta fundamental para la supervivencia humana. Sin embargo, el altruismo requiere estructuras que lo protejan de la ‘trampa’ del egoísmo individual, ya que la cooperación no es espontánea, sino que surge a partir de reglas y presiones evolutivas. En su libro This View of Life: Completing the Darwinian Revolution, Wilson argumenta que la evolución no solo explica la diversidad biológica, sino que debe aplicarse como marco unificador en las ciencias sociales, en las políticas públicas y en el diseño cultural. Así, en organizaciones, comunidades y naciones se pueden diseñar sistemas y políticas que premien no solo el rendimiento individual, sino también la contribución al bienestar colectivo. En sus palabras:

“El egoísmo supera al altruismo dentro de los grupos. Los grupos altruistas superan a los grupos egoístas. Todo lo demás son comentarios”.

James Baron y Michael Hannan, de la Escuela de Negocios de la Universidad de Stanford, estudiaron durante 15 años a 200 startups tecnológicas de Silicon Valley y a sus fundadores. En el artículo Organizational Blueprints for Success in High-Tech Startups destacan que los emprendimientos más prósperos eran aquellos que cultivaban una cultura de compromiso. Según sus palabras:

“Ni una de las empresas con una cultura de compromiso que estudiamos fracasó. Ninguna, es algo asombroso. Además, eran las empresas que empezaban a cotizar en bolsa más deprisa, tenían la rentabilidad más elevada y tendían a ser más ágiles”.

Una de las razones del éxito de estas empresas es la confianza entre empleados, directivos y clientes, lo que impulsa a todos a esforzarse más y a mantenerse unidos en las dificultades. Estas organizaciones invertían en formación, promovían el trabajo en equipo y ofrecían seguridad psicológica, lo que les permitía conocer mejor a sus clientes, detectar cambios en el mercado y reaccionar rápidamente. El economista canadiense John Helliwell, en su artículo Trust And Well-Being, explora cómo la confianza interpersonal e institucional se relaciona directamente con el bienestar individual y colectivo. Helliwell argumenta que la confianza no es un valor abstracto, sino un activo social crítico que impulsa la felicidad, la cooperación y el desarrollo económico. Sus estudios muestran que un aumento del 10% en la confianza hacia los directivos de una empresa tiene el mismo impacto en el bienestar que un aumento salarial del 36%. En palabras de Helliwell:

“La confianza es el pegamento invisible que une a las sociedades y el lubricante que hace posible el progreso”.

La confianza carece de una definición universalmente aceptada. Mientras algunos la reducen a un cálculo de riesgos, otros la ven como un imperativo moral. El sociólogo James Coleman en Foundations of Social Theory afirma que confiar es entregar algo valioso a otro sin garantías explícitas, un acto que nos expone a la incertidumbre y la vulnerabilidad. La confianza estructura nuestra vida en sociedad. Como señalaba el filósofo Onora O’Neill: “La alternativa a la confianza no es el control, sino la parálisis”. En palabras de Coleman:

“Confiar en alguien es hacer una apuesta sobre su comportamiento futuro. Cuanto mejores sean las probabilidades, basadas en experiencia previa u otro conocimiento, más racional será hacer la apuesta”.

Paul Zak, profesor de ciencias económicas, psicología y gestión en la Claremont Graduate University, fue pionero en integrar la neurociencia en el estudio del desempeño empresarial. En 2001, Zak estableció una relación matemática entre la confianza y el rendimiento económico de las empresas. Su investigación demostró que, cuando interactuamos de manera positiva, nuestro cerebro libera oxitocina, la hormona clave para crear confianza. En su libro, The Moral Molecule, Zak reporta los hallazgos de su investigación: las personas que trabajan en empresas de alta confianza son, en promedio, un 50% más productivas que aquellas que laboran en entornos de baja confianza. En sus palabras:

“Descubrí que construir una cultura de confianza es lo que marca una diferencia significativa. Los empleados de las organizaciones de alta confianza son más productivos, tienen más energía en el trabajo, colaboran mejor con sus colegas y permanecen con sus empleadores más tiempo que las personas que trabajan en empresas de baja confianza”.

El psicoanalista, investigador social y teórico organizacional Elliott Jaques, en su libro The Great Social Power of the CEO, aconsejaba evaluar cada diseño organizacional haciéndose la siguiente pregunta: ¿Aumenta la confianza mutua o fomenta la sospecha? Jaques concluye:

“Las estructuras organizacionales que fomentan la confianza mutua son buenas para la eficiencia, buenas para las personas y buenas para la nación. Por el contrario, aquellas que inducen y fomentan la sospecha y la desconfianza mutuas no son más que una maldición social y económica”.

La confianza reduce los costos de transacción y fomenta la innovación, lo que impulsa el crecimiento económico. Lejos de ser un ‘lujo moral’, la confianza es un catalizador práctico para resolver problemas colectivos, desde pandemias hasta el cambio climático. Por ello, invertir en su construcción —a través de la equidad, instituciones sólidas y cohesión social— es fundamental para el bienestar humano en el siglo XXI. El historiador holandés Rutger Bregman, en Humankind: A Hopeful History, afirma que, si creemos que las personas son egoístas, poco confiables y motivadas únicamente por su propio beneficio, así las trataremos, haciendo que aflore lo peor de cada uno. Escribe:

“Si creemos que no se puede confiar en la mayoría de las personas, así es como nos trataremos unos a otros, en detrimento de todos. Pocas ideas tienen tanto poder para moldear el mundo como nuestra visión de las otras personas. Porque, en última instancia, uno obtiene lo que espera obtener”.

Francis Fukuyama, en su obra Trust: The Social Virtues and the Creation of Prosperity, sostiene que el nivel de confianza interpersonal en una sociedad es un determinante clave para generar prosperidad económica. En sociedades de alta confianza, los acuerdos comerciales requieren menos contratos detallados y supervisión, lo que reduce los gastos legales y burocráticos. Además, la capacidad de confiar en desconocidos facilita la inversión en proyectos de riesgo y la cooperación entre empresas, universidades y gobiernos. Esteban Ortiz-Ospina, Max Roser y Pablo Arriagada, en su artículo Trust publicado en Our World in Data (OWID) analizan la relación entre el PIB per cápita y la confianza interpersonal, utilizando datos globales de la Encuesta Mundial de Valores. Destacan:

  • Países con altos niveles de confianza interpersonal (>40%): Tienden a tener un mayor PIB per cápita (por ejemplo, Suecia: 63% de confianza, PIB per cápita de 55.500 USD).
  • Países con baja confianza (<20%): Suelen presentar niveles económicos más bajos (por ejemplo, Brasil: 7% de confianza, PIB per cápita de 10.300 USD).

Tal como expresan los autores:

“Los países con actitudes de confianza auto-reportadas más altas son también países con mayor actividad económica. […] se ha encontrado evidencia de una relación causal, sugiriendo que la confianza efectivamente impulsa el crecimiento económico y no sólo correlaciona con él”.

Asimismo, los datos comparativos entre países y dentro de ellos muestran que una mayor desigualdad económica tiende a asociarse con niveles más bajos de confianza. Esto puede explicarse por el hecho de que las personas suelen confiar más en quienes son similares a ellas o porque la desigualdad fomenta conflictos por los recursos. Como afirma Fukuyama:

“El bienestar económico de una nación, así como su capacidad para competir, está condicionado por el nivel de confianza inherente a su sociedad”.

A pesar de la homogeneización cultural y la omnipresencia de modelos económicos occidentales, las sociedades siguen siendo locales y diversas. La economía capitalista de estado en China difiere de la economía social capitalista en Alemania o Japón, la cual a su vez contrasta con el capitalismo de mercado en Estados Unidos, Reino Unido y los países nórdicos. En todo caso, los humanos continuamos evolucionando en nuestras organizaciones sociales, aprendiendo unos de otros y adaptándonos a nuevos desafíos. Todavía estamos buscando el equilibrio adecuado entre nuestras libertades individuales, el deseo de seguridad y la aspiración de mejorar el bienestar de nuestras familias, comunidades y sociedades. Sin embargo, persiste la creencia —propagada por diversas escuelas de pensamiento— de que las personas deben competir entre sí por naturaleza. Por ejemplo, en su libro Trump: How to Get Rich, Donald Trump afirma:

“En un buen negocio ganas tú, no la otra parte. […] Aplastas al oponente y te llevas la mejor parte”.

En contraposición, Bregman sostiene que los mejores negocios son aquellos en que todos salen ganando. Creer en la bondad y el altruismo humanos es, en realidad, una forma realista de pensar y debe servir como fundamento para lograr un verdadero cambio en nuestra sociedad. Confiar no es un gesto pasivo, sino un acto de valentía cotidiano. Cada vez que pagamos impuestos, dejamos a un hijo en la escuela o compartimos datos en internet, apostamos por un pacto invisible que, pese a sus grietas, mantiene en pie el frágil edificio de la sociedad. La pregunta no es si debemos confiar, sino cómo construir sociedades donde la vulnerabilidad no sea una carga, sino un puente hacia la cooperación. Lo que creemos que somos es lo que acabamos siendo; lo que buscamos es lo que encontramos, y lo que predecimos es lo que termina ocurriendo. Las prácticas culturales, como las normas sociales y las creencias morales, evolucionan porque afectan la cooperación y la cohesión social. La confianza es el único mecanismo que permite que dos extraños colaboren sin un contrato. Y en un mundo hiperconectado pero fragmentado, es quizás el último recurso que nos salvará de nosotros mismos. En palabras de Bregman:

“No te avergüences por tu generosidad y haz el bien a plena luz del día. Al principio puede que se burlen de ti y te llamen ingenuo. Pero recuerda que la ingenuidad de hoy puede ser el sentido común de mañana. Es el momento de cambiar nuestra imagen del ser humano. Es el momento de un nuevo realismo”.

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